Releyendo a André Gide
La lectura de novelas me empuja siempre a la soledad, no así en cambio volver a leerlas, releerlas. Experiencia ésta quizá puramente personal a la que pudiera aplicarse alguna justificación teórica no descabellada, pero sí quebradiza por sutil. El punto de diferencia entre la lectura y una relectura sería en principio el siguiente: entrar en un mundo nuevo, irlo descubriendo, requiere un aligeramiento del propio equipaje; si ese mundo es rico y complejo, como el de Proust o el de James, el aligeramiento tendrá que llegar a ser despojo. Por ello, la crítica granada en objetividad (se logre esta o sólo se pretenda) es para mí únicamente realizable desde la relectura. Antes de ésta podría, transmitir el asombro maravillado o la recusación despreciativa del libro en cuestión. Pero nada más.Los Cuadernos de la Petite Dame, que ofrecen un abundante y meticuloso material, para la historia «auténtica» de André Gide, hacen que sienta quien los lee urgencia de releer al premio Nobel de 1947. Urgencia esta tanto más de agradecer cuanto que pocos motivos se dan en la actualidad para detenerse en las páginas del «inmoralista». Las olas de polémica que cada uno de sus libros levantara en el momento de su publicación no se han trocado todavía en esa marea tranquila y constantemente recurrente, en la que nos llegan los ,clásicos que lo, son de verdad, clásicos siempre actuales. Curioso destino literario el de Gide, que por aspiraciones clasicistas enfrió demasiadas de sus páginas (no todas: ahí está la tersura de mármol cálido de Teseo), pero que al mismo tiempo eligió en su producción temas vedados y enfoques escandalosos de dichos temas. No recuerdo que en mayo del 68, fecha en que florecieron tantas relecturas, se manejase su nombre. La contracultura pudo haber recurrido al «acto gratuito» (Los sótanos del Vaticano), a la protesta contra la heterosexualidad dominante (Corydon), al estado de lirismo constante e intramundo (Los alimentos terrenos). Pero no lo hizo. Otro escritor menos contestatario, pero más romántico, Hermann Hesse, se convirtió, en cambio, en texto de apoyo de la contracultura florida. Quizá por ser romántico, cualidad que Gide aborreció en su vida y en su obra (aun cayendo a veces, tal en La Sinfonía Pastoral, en una insoportable sensiblería).
Los cuadernos de la «Petite Dame»,
de María Van Rysselberghe. Madrid. Alianza Tres. 1976.
Contradicción
Releído Gide gracias a estos Cuadernos, nos parece que su interés actual estriba precisamente en la contradicción entre su forma clasicista, en ocasiones estreñida, y el contenido de sus textos, casi siempre pugnaces frente a las hipocresías morales de su tiempo (las cuales, fundamentalmente, siguen siendo las del nuestro). El desdoblamiento moral que practicó Gide en su vida se revelaría hoy como principio metódico de su obra. Que el autor que regresó de Moscú y viaja al Congo nos aburra ahora, o, por lo menos, no nos entusiasme, se debe a su actitud de dómine, de moralista reglamentero del inmoralismo. Sus aventuras en la acera de Alcibíades son más las de un hugonote descastado que las de un heleno redivivo.Maria Van Rysselberghe, la Petite Dame, anota con detalle todos los hechos que su estrecha convivencia con Gide -su yerno natural- le proporciona. Por las páginas de sus Cuadernos desfilan artistas de la época (de 1918 a 1929 en este primer volumen; en Francia se han publicado ya otros dos que llegan en fechas hasta 1945) con sus trabajos a la espalda y sus polémicas por delante. Pero a la autora, que en 1947 dio a prensas una Galería Privada con exquisitos retratos de ilustres en parte menos conocidos, sólo Gide le preocupa, incluidos sus melindres. Sin embargo, el interés de esta obra es, curiosamente, más amplio que el que se recorta sobre su figura central. El París de entonces, representado en estas páginas de buen estilo y de un tono en el que la ironía nada le resta a la cortesía, se muestra, como el de ahora, afectado de lo que llamaríamos provincianismo universal.
Si en España no se tradujese tanta basura; si cualquier aportación noble a nuestra pálida cultura en su expresión editorial no fuese e siempre saludable; en suma, si el a provincianismo de Madrid y de Barcelona no pasase de ser lisa y e llanamente provinciano, la traducción de esta obra seria mera insensatez. Pero dadas, como se dan, las tres condiciones anteriores y otras e muchas igual de penosas, debe es timarse que se haya ido a esta publicación como un reto: el director de Alianza Tres es culpable, honrosamente, de una insensatez feliz.
Babelia
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