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Tribuna
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Balada para trenes y bandoleros

Antes de la infalible puntería, de Clint Eatswood, El Enmascarado Solitario llegaba cada semana al cine de mi pueblo para maravillar -como los ángeles al pueblo de Israel- nuestra infancia, nuestra rutina aldeana. Y Gary Cooper, cuando asistía puntualmente («a la hora señalada») al duelo, munido de una carabina de dos caños, nos estremecía.Alguien caía siempre del caballo ante las puertas del saloon del Far West town; siempre esperaba una muchacha rubia, allá entre las colinas.

El western se fue desgastando como las consignas de los viejos políticos: lo que con La diligencia, empezó siendo una epopeya, con las producciones en serie -todas iguales, como tomillos- acabaría siendo un monumento a la vulgaridad, musa indiscutida de lo que el poeta denominó este «siglo de manos».

El genio satírico de los italianos, empero, no dejaría sin explotar el hondo filón abandonado por los peores filmes de vaqueros: el lado ridículo del asunto, la tajante división entre buenos y malos, el inexorable triunfo de la ley -su higiene suiza-, la derrota de los forajidos, que no hacía falta anunciar con un coro trágico como la de Jerjes.

De esta manera, con One Silver Dollar, nace un nuevo género cinematográfico: el spaghetti western. Género en que para algarabía de los espectadores morían acribillados 40.000, sin «contar indios y mejicanos»; en que el héroe era torturado por la malvada pandilla matemáticamente: pero pobre de ellos, la venganza a la siciliana que consumaba después era más minuciosa que una pincelada china.

Además se establecía que todo se trataba de un juego, puesto que era un remedo de las malas películas del Oeste, y no hay películas más cómicas que las malas.

Personalmente conozco dos películas precursoras (es posible que haya más): El último cowboy, rodada en Argentina hacia los años cincuenta y como respuesta a otra norteamericana titulada El camino del gaucho (en, la que el protagonista cometía en cada diálogo enormidades como Open, the tranquera, my china, aparte de montar al revés del criollo), y una checoslovaca de alrededor de los años sesenta: Joe Cola Loca tan disparatada como la anterior.

Pero no todo es cosa de risa. El spaghetti, como fenómeno social, responde a una necesidad teniendo en cuenta que, en tanto neuróticos (declarados o no) en un mundo de neurosis, todos necesitamos evacuar una carga de agresividad aunque sea por vía indirecta, autoidealizándonos en la figura de un tercero.

Así, el oficinista abrumado por años de quieta rutina y jefes pesados, se convierte de pronto en la pistola más rápida del Oeste: Fernández el Justiciero, le demostrará a Rodríguez el Malvado quién es él; ahora estamos en la pradera, donde no hay gerentes:

-Andando, pistolero.

Tal vez para no elevar los costos empleando extras anglosajones, y teniendo en cuenta las morenas características latinas, los cerebros grises de Cinecitá resolvieron la cuestión situando muchos de sus guiones en México, donde como se sabe los malos son tan abundantes como las ninfas en los bosques de Ravel.

Yo soy un asiduo asistente a los cines baratos, y me divierte ver -junto a alguna gotera en las viejas salas- la clase magistral de bofetadas y balazos que el bueno le suele propinar al malo y al feo.

Y también voy cuando me siento, con respecto al florido mundo y las gracias del planeta, identificado con el héroe solitario que llega a la desierta aldea fronteriza y alguien, desde el anonimato de una ventana, le dice con folklórico acento:

-Adious, amigeu...

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