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habrá que admíair que una arremetida contra el mismo por mi parte pecaría cuanto menos de inelegante.
Voy, pues, sin más preámbulos versallescos, a disentir con toda cordialidad, de las principales afirniaciones vertidas en dicho editorial, a las que me atrevo a calificar de precipitadas, sentimentales, escasamente basadas en la ciencia histórica y política y tan tópicas como si hubieran sido escritas hace un siglo o hace medio. No me referiré, por tanto, a las alusiones irrespetuosas que se hacen al señor Tarradellas, cuya política es tan discutible como respetable, pero sí advierto sobre la incapacidad que el editorialista demuestra de comprender un rasgo fundamental de la idiosincrasia M pueblo catalán y por el cual sus políticos han acudido a Saint Martin-le-Beau: el respeto a la continuitat de sus instituciones seculares, más allá de la manipulación oportunista de un exiliado canjeable.
Mi disentimiento con las grandes afirmacionesde fondo de] editorial, se resumen, por falta de espacio, en estas breves negaciones.
No es verdad que hablar hoy de nacionalidades del Estado español sea derrumbarse por la pendiente de la disgre-ación gratuita de éste, puesto que CatalunYa no quiere separarse ni dIsgregar nada, más. al contrario, estar unida de verdad y no en ficción, integrando así mejor el desintegrado y anárquico ps~udo-Estado de la oligarquía centralista.
No es verdad que antes de la España del siglo XV no existieran en este país nacionalidades de ninguna especie, sino monarquías patrii-noniales ajenas a las elementales líneas del Estado moderno, -va que hasta mediado el siglo XK ni siquiera España es un Esia-J-) en el
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