Viejas historias leídas con ojos nuevos
Cosas que ahora me parecen irrisorias y vulgares, como por ejemplo el circo, mi infancia las transformaba en prodigios. Esos aventureros pobres que venían a mi pueblo para azotar tigres, saltar en el vacío o lanzar motocicletas a toda máquina en la concavidad del Globo de la Muerte, fueron mis primeros héroes.Un niño ignora que es un proyecto de hombre, con vicios y virtudes, los adultos solemos olvidar que ese pequeño ser mágico delata a cada momento su ancestro de cavernícola. La mutua idealización de edades suele llevar, también, a mutuos errores de interpretación.
Cuando me leían, antes de mi edad escolar, cuentos como Caperucita roja, Blancanieves, La Cenicienta, Hansel y Gretel, me parecía entrar a un mundo que era el único que podía reconocer como mío, puesto que desde que tengo memoria la realidad cotidiana me aburre. Mi pacto con las palabras, ahora, me hace revivir como a un precoz doctor Fausto aquella época (la patria del hombre, según Rilke), desde la perspectiva de la experiencia actual.
Por desgracia, mi niñez ignoró la caliente imaginación de Salgari, y apenas tuvo noticia de las fantásticas travesías de Switt; no sé si el conde de Saint-Exupéry había publicado ya las andanzas luminosas de su pequeño príncipe. Creo que estos autores son de los pocos que escribieron para niños al escribir, también. para adultos; ya que -insisto- los chicos son hombres en potencia, no constituyen una entelequia racial aparte, como parecería que creyeran algunos que escriben exclusivamente para ellos.
Toda buena literatura infantil es ni más ni menos que literatura: a cualquier edad fascinan La sirenita, El ruiseñor y la rosa, Alicia en el País de las Maravillas o El principito. En estas piezas la belleza -que tampoco tiene edad- danza para siempre como una adolescente entre las estatuas. Los viajes astrales de la fábula de Saint-Exupéry la convierten, inclusive, en una obra iniciática: «Lo esencial es invisible para los ojos».
Otros clásicos del género. con el tiempo, me empezaron a parecer monstruosos. La antropofagia, el sadismo, la petrificación -y no fuga- del tiempo, como respectivamente pueden constatarse en Caperucita, Hansel y Grelel y La Cenicienta, cumplen más con los requisitos del cuento de terror que del infantil.
Considero una tortura intelectual someter al imberbe lector al espectáculo de la fagocitación de una anciana por un lobo; y la resurrección de aquélla desde las entrañas del animal, repugnante. La venganza que perpetran Hansel y Gretel prefigura, creo, a los arios puros construyendo hornos crematorios. La heroína y su corte transformados en un museo de cera tal vez sea lo más tenue -con todo el espanto que significa una serie de cuerpos estáticos, embalsamados-, considerando que el niño no tiene una noción angustiosa del tiempo, no puede concebir a Heráclito.
El hombre que sepulta vivo a su enemigo en El tonel de amontillado de Poe, el bicho que chupa la sangre de la nuca de una mujer en El almohadón de plumas de Horacio Quiroga, Raskolnikoff asestándole un hachazo en la cabeza a la vieja usurera, no configuran escenas más crueles que la de los pequeños paseantes del bosque en el momento que ponen a asar, dentro de un horno, a la vieja.
Por eso creo que es escasísima la nómina de los espíritus augustos que realmente han escrito historias para niños.
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