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Los filósofos y sus complejos

Fernando Savater

Especie amenazada, a extinguir, por cuya improbable supervivencia no es seguro que merezca la pena luchar, los filósofos actuales -hablo fundamentalmente de España- han encontrado un paradójico modo de prolongar su agonía: el cultivo sistemático de sus complejos. En el reino de la mutilación obligatoria, el masoquismo puede llegar a convertirse en un seguro de vida, léase en un certificado de buena conducta. El filósofo no pretende ya otra cosa. Dos son fundamentalmente los complejos -de corte clásico y conservador, como cuadra al personaje- que le devoran por do más pecado había: el de inferioridad y el de culpabilidad. Son las dos bolsas de tinta de este modesto calamar de gabinete, las cortinas de humo de este acorazado listo para el desguace. Cumplen su útil función, no nos engañemos: le permiten elevar su trémolo algo desafinado en el concierto de los sabios y le garantizan la pequeña parcela de poder pedagógico con la que alimentar su cuerpo y su alma. Reservarse un poquito de poder, he ahí la cuestión: participar, siquiera sea mínimamente, en la tarea omnipresente del dominio y calentar en ese fuego helado su mísera altivez de sofista degradado a académico. Los complejos del filósofo son esencialmente orientados, se esgrimen siempre contra alguien. El de inferioridad, por ejemplo, es el que hay que ponerse si se va uno de científico, es un preservativo de modestia que desarma la triunfal exhibición de habilidades prácticas y positivas del brujo técnico: «¡Cuando llegaremos nosotros a su riguroso método admirado colega, si es que me autoriza a llamarle así! ¡Cómo formaliza usted criatura! No crea, yo puedo echarle a usted una manita en cuestiones muy generales, cosas de límites, de metodología, lo que haga falta. Y, si no, puedo ir a buscar probetas a la farmacia ... ». Con tan astuta exhibición de humildad, el filósofo sencillamente busca mantenerse. Convencido de que, antes o después, sólo lo científico, es decir, lo que se ha revelado útil a la producción, será subvencionado o incluso tolerado por el Estado, se proclama modesto colaborador del técnico teórico a fin de que éste le conceda su privanza cuando llegue la quema de haraganes conceptuales. La cosa tiene su lógica, aunque diversos acontecimientos -la reforma Haby en Francia, por ejemplo- parecen indicar que los tecnócratas cientifistas no consideran a los filósofos ni siquiera como tontos útiles, sino más bien como tontos perfectamente inútiles. Y no les falta razón. No menos oportuno es el complejo de culpabilidad, uniforme de gala que el filósofo se calza cuando se avecina algún militante de la revolución instituida. Oyendo excusarse al pobre hombre cuando el militante ajusticia sus vacilaciones con sólida doctrina o le reprocha su complicidad con el imperialismo, se diría que la CIA ya no emplea para sus tenebrosas operaciones más que tristes especialistas en el ser y la nada. Humillándose ante cualquier mameluco pisacerebros que le aporrea con sus dogmas en espera de poder utilizar medios de persuasión más contundentes, confundiendo cualquier banderín de enganche con el pendón de la libertad, el filósofo cambia su vocación crítica -o el nebuloso recuerdo de la tal- por el plato de lentejas averiadas de una mala conciencia arrepentida que no es más que conformismo con la alternativa burocrática que el orden prepara para sí mismo.Cuando el guerrero de carné le dice: «¿Con que Leibniz, eh? ¿Y dónde estabas tú cuando lo de Chile o lo de Vitoria?», el filósofo no se atreve a contestar: «En el retrete o en el bar, probablemente lo mismo que tú», porque presiente que quien pertenece a una organización redentora está siempre donde debe estar, aunque no se mueva de casa, por el dogma de la comunión de los santos. Ubicuidad gratificadora que el filósofo envidia. Pero, ante todo, el filósofo acepta su culpabilidad para que le perdonen y para irse situando. Su privilegiado oído de lacayo es sensible al chasquido del látigo de los amos futuros; sabe que con una misma pleitesía conquista su refrigerante identidad revolucionaria y un seguro de empleo para cuando toque inculcar otra ideología desde los púlpitos universitarios. Claro que también en esto puede equivocarse y es probable que los nuevos dueños se sientan tan poco inclinados a alimentar especuladores, por dóciles que sean, como los tecnócratas, pero él habrá pretendido al menos perseverar en su ser, que es la primera obligación de todo lo que existe, según dice Spinoza.

Particularmente clara exhibición de esta conciencia infeliz se dio en la última Convivencia de Jóvenes Filósofos. celebrada en Cádiz durante la Semana Santa, que resultó ser un congreso especialmente acomplejado. Un tema de tanta raigambre filosófica como «El sentido de la historia» no suscitó prácticamente pensamiento alguno. Los coloquios se redujeron a leer la cartilla ideológica al vecino o apresurarse uno mismo a recitarla antes de que el otro nos la leyera. Cuando algunas intervenciones derivaban por osadía s o error hacia cuestiones filosóficas, el infractor era severamente llamado al orden. Por fortuna el caso no se prodigó en demasía. Escuchando los coloquios se habría dicho que los congresistas habían decidido limitar voluntariamente su erudición a media docena libros. siempre los mismos, al modo en que Jardiel escribía alguno de sus artículos presidiendo de una de las vocales. Naturalmente, lo que en Jardiel era habilidad, en Cádiz sonaba a indigencia. La sesión de claura escuchó diversos llamamientos a "ocuparse de la realidad" y a participar en "las luchas concretas del país". Se pronunt la palabra «realidad» como si fuera particularmente real, tal como cierto poeta en prosa que colaboraba en ABC utilizaba enfáticamente el término «poesía» como privilegiadamente poético. La "lucha concreta" consistía en discutir el plan Suárez o la reforma de la Enseñanza Media en lugar de perder el tiempo con el infinito o la muerte, pues mientras lo primero es cuestión litigiosa en cambio de esto último bien claro está lo que hay que pensar. Lo único que tiene trascendencia política es lo que el poder mismo considera imporrtante: el resto es vana especulación, es decir, filosofía. De este modo, los jóvenes filósofos siguieron reproduciendo, conservando y consolidando el discurso del dominio, tal como hicieron sus mayores desde la derecha durante estos últimos cuarenta años.

A fin de cuentas, los complejos del filósofo no remiten tanto a la crisis vocacional de un rebelde como a los trapicheos de un funcionario acosado. Cuando el pensamiento, que debiera alzar una voz crítica ante la manipulación, envidia o imita a los manipuladores es porque hace mucho que ha renunciado a su funció liberadora y se aviene a despreciar su designio específico.

¡Todo sea por el escalafón! Pero, ¿de dónde nos vendrán las voces sin complejos que se nieguen a identificar la conciencia de los límites con los límites de la conciencia?

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