Autonomía a primeros
Muy probablemente hace días, al gritar desde varios balcones municipales aquel Viva Galiza el rey don Juan Carlos de Borbón pretendía conjurar a ciertos demonios familiares de los que antes se hablaba. Estos demonios han reaparecido con escandalosa insistencia en los últimos tiempos para demostrar de una vez que no eran sueños de razón, sino argumentos considerables.Los pueblos de España parecen decididos a proponer como condición previa para un entendimiento democrático, el problema de las autonomías. Hace apenas meses la unánime prensa franquista hablaba de semejantes temas como quien denuncia oscuras conjuras subversivas, organizadas en misteriosos cenáculos exteriores. Pero bastó la distensión predemocrática de estos meses para que aquellas minorías relativamente subversivas se convirtieran en multitudes espesas y entusiastas, nada cándidas por cierto, ni mucho menos antiespañolas. En el Estado español un grupo, bastante minoritario por lo demás, ha venido gozando del monopolio patriótico como si fuera un minifundio. Parece razonable prever que el gran latifundio de la patria será entregado algún día a quienes verdaderamente lo trabajaron.
Escribo todo esto en el País Vasco, en esta tierra pródiga y serena de Euzkadi, pero lo mismo hubiera podido hacerlo en mi país gallego o en Catalunya. Con la única diferencia de que en Euzkadi la lucha por las libertades ha sido transferida a la lucha por la amnistía total, como declaró recientemente Juan María Bandrés.
La generosa amnistía recientemente otorgada no ha sido, sin embargo, suficiente generosa para la mayor parte de la opinión pública vasca. Ante una multitud entusiasta y contenida que celebraba el centenario de los fueros, el alcalde de Vergara dijo: «No es fácil, tipificar como delitos de sangre, acciones cometidas en un contexto muy especial en el que los hechos de fuerza han venido a constituir el derecho, ya que cuando la fuerza causa estado, la fuerza es el derecho».
La liberación de todos los presos constituye, según dijo también el alcalde de Vergara, «una condición previa» para la paz y el trabajo.
Pero una vez alcanzada esta «condición previa» -la libertad de todos los presos políticos surgirán lógicamente otros problemas previos a la democracia. El tema de las autonomías será prioritario. Y se demostrará, una vez más, que por mucha capacidad de agitación o fantasía que tengan esas minorías proféticas, tajantemente denunciadas por la prensa respetuosa y gubernamental, el problema tiene fuste y dimensiones como para interesar a la gran mayoría del pueblo, entre otras razones porque la conciencia patriótica no puede improvisarse.
En la reivindicación de los tres Estatutos de Autonomía, repetida hasta la saciedad en los últimos meses, creo ver, sobre todo, un objetivo inmediato más que una esperanza. Nadie puede ser tan ciego como para desear la repetición mecánica de aquellos textos que pudieron servir en un momento dado, pero que hoy apenas si afrontarían una parte de los problemas que tienen los pueblos vascos, catalán, y gallego. Lo importante en aquellos documentos puede ser el espíritu. La letra ha sido generalmente superada por la realidad.
A nadie se le ocultan las dificultades que esta reclamación de base puede suscitar en los sectores más autoritarios o menos informados de la población española. O la desconfianza que puedan crear ciertas proposiciones aparentemente separatistas promovidas por grupos exacerbados y, aparentemente, minoritarios. Las minorías, del régimen o de la subversión, han sustituido la voz de la mayoría. Y cuando esta mayoría quiere expresarse se caricaturiza su esperanza, se desvirtúan sus principios.
Un cerrilismo ultramontano ha pretendido cubrir de improperios a quienes con la voz más clara y el pensamiento más justo reivindicaron precisamente la pluralidad de los pueblos de España. En los regímenes fascistas, de derecha o izquierda, diferenciarse equivale a firmar la sentencia de muerte. Pero la fuerza sólo temporalmente puede imponerse a la tradición o a la historia.
Recuerdo todavía con verdadero espanto cuando se condenó el pensamiento político de Castelao como «separatista». Se trataba, desde luego, de una forma de pereza mental que eximía de análisis más profundos o de referencias culturales más extensas. Con una palabra -separatista- se zanjaba el expediente diferencial de Galicia. Y como Castelao estaba muerto se pretendía también matar su herencia. Pensaba entonces y piensa ahora que la figura de Daniel Castelao será reivindicada para siempre como la de uno de los pocos teóricos que supo entender a la pluriforme España. Y entender, comprender, es amar y respetar. Los verdaderos separadores, los separatistas legalizados y provocadores han sido quienes predicaron por todas las Españas una doctrina homogénea e intolerante, los que prohibieron las lenguas y las costumbres, los que despreciaron lo que no conocían. Si su labor continúa, esa España rota a la que tanto temen, sería una realidad en algunas décadas. Este patriotismo excluyente y troglodítico allana el camino hacia la España invertebrada que tanto les preocupa...
La respuesta pasional a estos excesos vino dada por los cantonalismos de toda laya, también excluyentes y ultramontanos, por la exaltación pánfila de una patria inventada. Aquellas aguas trajeron estos Iodos, y mal pueden sorprenderse ahora los separadores si hay gérmenes de separatismo en algunas zonas del alma española. En esta tragedia contemporánea no puede haber vencidos, desde luego, pero no debe haber tampoco vencedores, entre otras razones, porque el Estado español en su pluralidad y en su homogeneidad no puede darse el lujo de mantener eternas guerras de taifas. Ha llegado también la hora de que quienes, desde las más dispares posiciones políticas reivindican el monopolio de las patrias, cejen en su pretensión. En otros tiempos podía ser uno catalanista, vasquista o galleguista. Hoy, no. Porque no puede entenderse una ideología democrática ejercida en Catalunya, Galiza o Euzkadi como contraria a los valores esenciales de estos pueblos, enemiga de la tierra y de la patria en donde nace. ¿Cómo puede imaginar un vasco que sea antivasquista, que rechace el euskera, que predica el centralismo montaraz, que propugne el aniquilamiento de los fueros, denuncie la hipotética autonomía, admita que sólo el castellano es la «lengua del Imperio»? Sólo los fascistas de derechas o de izquierdas son capaces de propugnar semejante monstruosidad.
Los tiempos que se avecinan serán proclives sin duda a los «certificados de buena conducta» o de «adhesión». Certificados de fe democrática, extendidos por quienes en la larga noche de piedra mantuvieron enarbolada la bandera de la libertad. O por los pillos que quieren convertirse en sus vicarios. En el terreno de las nacionalidades preveo una liturgia parecida. Algunos se aprestan a convertirse en aduaneros del patriotismo y en nombre de viejas querellas, rancios sentimientos o sufrimientos por la patria han abierto ya su tiendecita para chantajear con, la «fe inquebrantable», las adhesiones incondicionadas, y las buenas conductas. En un país acostumbrado a inspecciones y registros intempestivos, donde todavía el pasaporte no es un derecho, sino una gracia, no es sorprendente que proliferen semejantes comercios. Pero algunos se han adelantado a los acontecimientos. No habrá democracia en las Españas, sin un acuerdo previo entre los demócratas y el poder que dice estar dispuesto a facilitarlo. Pero no habrá acuerdo entre los demócratas si no consiguen plataformas unidas y pluriformes. Sin autonomías no vendrá la libertad, sin reconocer los derechos de las nacionalidades españolas -y no por táctica, sino por justicia- no puede haber entendimiento entre el poder y la oposición. Este acuerdo se logrará con palabras, desde luego, pero sobre todo con hechos. Hay, que congratularse con el Jefe del Estado exalte en un discurso los valores autóctonos de una región, pero ese exorcismo no basta.
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