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La nueva fotografía de Paul de Noojier

Se continúa especulando bastante sobre la consideración artística de la fotografía. Es indudable que el medio resulta polémico entre otras cosas porque una obra rápida como generalmente lo son las fotografías, parece que necesariamente deba tener menos valor, equiparadas a otras de diferente tipo y que generalmente llevan una mayor inversión en horas. De igual manera se le achaca la excesiva objetividad que siempre plantea. Dicho de otra forma: siempre es necesario tener un objeto concreto delante de una cámara si se quiere obtener una fotografía. Quedan, pues, teóricamente recortadas las alas de inspiración creadora de un artista empeñado en el medio descrito.Por otra parte, es indudable también que la permeabilidad social que actualmente tiene la fotografía a todos los niveles (científico, técnico, familiar, etc), distraen su posible valor artístico a les ojos del gran público.

Paul de Noojier, joven fotógrafo holandés, es uno de los poquísimos autores que han roto todos y cada uno de los tabúes que rodean a los art-photographers desde su mismísimo nacimiento. La violenta y arrogante provocación que ofrecen sus imágenes establecen un canal directo de comunicación con el espectador. No se escapa, todo hay que decirlo, de influencias nítidamente surrealistas. Pero ésto, más que un defecto, quizás sea una virtud. El surrealismo está constantemente volviendo porque no acaba de irse. Paul hace comprender a la primera de cambio aquella definición semántica del surrealismo, que, de André Bretón, reproduzco en parte: «dictado del pensamiento con ausencia del control ejercido por la razón al lado de una preocupación estética y moral»..., y realmente hacer comprender ésto es una virtud. Muchos hablan también de la angustia que transpira la obra de De Noojier, pero sin querer ser desmoralista habría que preguntarse si esa angustia es o no una realidad demasiado concreta que todos llevamos en nuestro subsconciente. Francamente creo que ni el mermeladismo (total) de David Hamilton ni el magrittismo (a veces) de Sam Haskins, por nombrar los dos fotógrafos que quizás ejercen mayor influencia a nivel europeo en la actualidad tienen el poder de convicción (y eso que las comparaciones son odiosas) del holandés, sin despreciar naturalmente otros méritos que aquéllos gozan en su haber.

Así se entendió por lo menos en el Festival de Arte Contemporáneo de Royan, donde se le concedió hace aproximadamente dos años el premio de honor, o en el museo de Eidhoven, su ciudad natal, que no hace demasiado tiempo compró una partida de sus obras.

Porque queramos o no, la fotografía deja de ser en manos de éstos maestros una hija tonta del arte. Paul de Noojier, James Wedge, Bresson, John Thomson, entre otros, nos están continuamente demostrando que la época del retrato de galería toca a su fin en contraste con el fuerte, imparable surgimiento de una fotografía a nivel real, netamente artístico, fundamento de un medio que poco, o mejor nada, tiene que envidiar a los demás. Y aquí convendría recordar aquellas palabras de Kandinsky: lo importante en el arte es la comunicación, no el medio.

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