El pacto de la ruptura y el pacto de la reforma
La oposición creyó, durante algún tiempo, en la posibilidad de derribar al régimen y sustituirlo globalmente, y a eso lo llamó ruptura pacífica. Pero esta posibilidad es tan remota, al menos por ahora, que ya casi nadie habla de ella, y el término «ruptura» se fue, poco a poco, divorciando de «pacífica», y ha venido emparejándose con el mucho más conciliador de «pactada».Ahora ya no se trata de derribar al régimen sin mayores miramientos, sino de ponerse de acuerdo con él para derribarlo. Lo que, por cierto, desnaturaliza a la ruptura: la ruptura pactada no es lo mismo que la impuesta, sino un diferente tipo de ruptura, un proyecto político distinto.
Esa diferencia no siempre resulta perceptible por debajo de la barahúnda de las palabras (parece, por lo demás, que los patrocinadores del cambio tienen interés en ocultarlo, en hacer ver que se trata de la misma cosa), pero la diferencia existe y es considerable. Pues el programa de la ruptura impuesta contiene como punto esencial la formación de un Gobierno provisional, integrado exclusivamente por personas de la oposición y, si esto se llevara a cabo, hay que suponer que todas las fuerzas e individuos que hubieran tenido algo que ver con el franquismo (con las consabidas excepciones instrumentadas por la picaresca española), serían eliminados de la escena política, aparte de las responsabilidades de otro tipo que pudieran exigírseles. En las Cortes Constituyentes, convocadas posteriormente (segundo punto del programa), estarían, por consiguiente, representadas sólo aquellas fuerzas que aquel Gobierno provisional admitiera en el juego, es decir, las fuerzas de la oposición.
Las cosas ocurrirían de muy diferente manera si se diera el supuesto de la ruptura pactada. Por de pronto, porque ese proyecto contiene una renuncia explícita a la pretensión de constituir un Gobierno provisional integrado exclusivamente por la oposición. Alguno de los ruptopactistas habla de un Gobierno de concentración, integrado por gentes de los dos campos; otros de un Gobierno de «neutrales», quizá porque no ven claro que la oposición pueda conseguir Ministerios en los primeros momentos del cambio; hay quien ni siquiera eso: parece confiar a un Gobierno del régimen la convocatoria de las Cortes Constituyentes.
Coexistencia con el franquismo
Aunque, como vemos, hay bastante imprecisión en este punto, una cosa parece clara: ninguno de estos tres Gobiernos eliminaría de la escena política a las fuerzas del régimen y, en las Cortes Constituyentes por él convocadas, se sentarían, por tanto, falangistas, tradicionalistas, etc., junto a comunistas, socialistas y democristianos. Dicho más claramente: el proyecto de ruptura pactada comporta una clara renuncia (clara en el fondo; en la verbalización, no tanto) a las pretensiones hegemónicas de la oposición y una disposición a coexistir con las fuerzas del régimen. Y es claro que esa ruptura es, en la práctica, de muy distinta índole que la anterior, pues ya no supondría una eliminación total del franquismo, sino una coexistencia del franquismo y oposición, de lo viejo con lo nuevo.
Ahora bien, este proyecto, pese a ser mucho más moderado que el primitivo, hasta el punto de acercarse «peligrosamente» al proyecto reformista, no parece realizable por el momento. Pues no es verosímil que el Gobierno abra un proceso constituyente, que significaría, en cierto sentido, la muerte del régimen. Cierto que esa muerte sería más aparente que real, ya que unas Cortes Constituyentes convocadas por un Gobierno del régimen, iban a ser bastante más inocuas de lo que a primera vista parece, puesto que en ellas iban a figurar muchos falangistas, tradicionalistas, etc. Y, si no acababan cómo el rosario de la aurora (cosa siempre posible), lo que de ellas saliera quizá no se distinguiera mucho realmente de lo que resultara de una reforma constitucional sinceramente democrática.
Con todo, no parece claro que la clase política esté dispuesta a aceptar la muerte legal del franquismo, sobre todo porque esa muerte significaría quizá la muerte de la Corona.
Ahora bien, si el régimen no parece dispuesto a firmar el pacto de la ruptura, sí parece estarlo a firmar el de la reforma.
Democracia a la española
Cuando se empezó en serio a hablar de apertura, el régimen quiso formar unas asociaciones salidas de sus filas, confiándoles la construcción de una democracia «a la española». Una vez establecidas las asociaciones, cabría pensar en levantar la compuerta y admitir en la legalidad a la oposición, o quizá en marginarla por completo, si el tinglado anterior se consolidaba suficientemente. Esto era, en esencia, el 12 de febrero.
Pero el 12 de febrero murió antes de nacer, por causa, principalmente del propio régimen: Franco, según su costumbre, cedió de momento, al crear las asociaciones y luego les cortó las alas. Por otra parte, hombres muy significados del régimen se negaron a entrar en el juego de las asociaciones (quizá porque prefirieron un ministerio), y aquéllas nunca llegaron a nacer de verdad. No sabremos nunca lo que habría pasado si les hubieran dado la televisión y se hubieran convocado elecciones, a las que ellas hubieran presentado candidatos.
Por unas u otras razones, lo cierto es que el régimen pareció dispuesto a quemar la etapa de las asociaciones y legalizar directamente a los partidos, es decir, a la oposición. Y esta disposición le concedió a ésta una gran fuerza negociadora, pues el régimen vino a reconocer públicamente que sin el concurso de la oposición, no hay democracia posible. Es decir, que la oposición tiene en sus manos la posibilidad de legitimar la calidad democrática de la reforma.
Ahora bien, lo que la oposición puede conseguir con esa arma es, no la apertura de un proceso constituyente, imposible por ahora, sino una legalización honorable. Más claramente: que sean reconocidos los partidos, que se celebren elecciones a fecha fija y que esas elecciones sean limpias. Es decir, que la oposición puede evitar que el régimen trate de jugar con ella «mexicanizando» la reforma: la composición de las mesas electorales debe ser clara, y en ellas debe estar representada la oposición; el control de los resultados ha de ser claro; en cien leguas a la redonda de una mesa electoral no deberá aparecer un gobernador civil, etc. El incumplimiento de esas condiciones permitiría, por otra parte, a la oposición, una retirada honrosa.
Estas son condiciones que el régimen difícilmente puede negarse a aceptar, sin desacreditarse ante la opinión interior y exterior. Y una declaración de la oposición en el sentido indicado, clarificaría el ambiente y aceleraría el proceso democratizador. Se firmaría así el único pacto posible por ahora: el pacto de la reforma. Y, una vez legalizada la oposición y celebradas elecciones, las Cortes decidirían los cambios constitucionales que consideraran oportunos o incluso la elaboración de una nueva constitución. Ambas soluciones tendrían plena legitimidad democrática, pues habrían sido decididas por unas Cortes elegidas por el pueblo. Que se llamaran ordinarias o constituyentes, sería lo de menos.
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