Figuras del 98
Los hombres del 98 cruzan una y otra vez por los ojos, por el recuerdo, por la mente de Maragall. Aunque eran de todas partes, los asocia a Castilla, porque Maragall vive apasionadamente la lengua -las lenguas-, con extraordinaria sensibilidad que le hace decir finas cosas olvidadas. En 1903 ha ido de Galicia a Madrid, treinta horas de tren, y en un paréntesis de una carta a Pijoan nos da una intensa imagen de Castilla(«Castilla desolada amb els seus grans horitzons muts que aniquilen a la gent: el Guadarrama de gran belleza a la llum de la lluna, com país de lluna ell mateix»). En el mismo año escribe sobre el libro de Unamuno, En torno al casticismo, y dice de su «magnífica evocación de la tierra de Castilla» que para el es lo mejor del libro y «revela el gran artista que hay dentro del profesor de Salamanca».Ya en 1902 había escrito una larga reseña de Amor y pedagogía. Maragall leía a Unamuno con la pasión y la esperanza con que era leído por las minorías despiertas en toda España, las que estaban atentas a los nuevos astros, cuando todavía se creía, en medio de un pesimismo más verbal que real, en la posibilidad del talento y aún del genio. No había surgido esa forma suprema del resentimiento que consiste en dar por supuesto que se han acabado las figuras creadoras (sin duda porque se está persuadido de no ser una de ellas).
Desde 1900, Unamuno y Maragall se habían escrito, y lo hicieron hasta la muerte del segundo. Su epistolario, con algunos escritos que los comtemplan, fue publicado en 1971 por Pedro Laín Entralgo y Dionisío Ridruejo (Seminarios y Ediciones, Hora H), y esto hace superfluo insistir en la relación entre ambos escritores, tan íntima y profunda, con tan claras diferencias de nivel generacional y de instalación dentro de España. Pero quiero recordar algunas interesantes referencias de Maragall a Unamuno, que no se encuentran en este Epistolario.
Cuando Unamuno visitó Barcelona en 1906, de aquel viaje nacieron varios comentarios en prosa y tres poemas: «La catedral de Barcelona» (a Juan Maragall, nobilísimo poeta), «Tarrasa» y «L´Aplec de la Protesta». En un artículo de Maragall, «La gran setmana d'octubre», hay una interesante semblanza del visitante bilbaíno y salmantino:
«Aquest era don Míquel de Unamuno, rector de la Universitat de Salamanca, Fespanyol representatiu d'avui, el qui en un sentit caliliá podría ésser nomenat I'héroe de I'extrema decadéncia castellana, el cervell d´espantosa activitat, girant entorn del misteri de la vida i de la mort, de la idea divina i de la consciéncia individual; l´home ullprés per son abim interior, absort en la contemplació personal, i dient la seva angúnia metafísica fortament, en belles paraules dures: l´últim poeta castellá.
«La seva alta, dreta, noble figura de basc recriat a Castella, travessá impertobable i desdenyosa per aquells díes aquest vastísimo arrabal de Tarascón, (com jo sé que ell digué an algú), sense dignar-se sinó llencar un cop d'ull a la superficie, tornant de seguida disgustat l'esguard cap endins de si mateix on hi retrovaba la pau de la noble estepa innensament quieta ¡deserta, pera rependre-hi en silenci la terrible batalla amb el Déu invisible de ses nits d'insomni».
«Aquest pas de don Miquel de Unamuno, pels nostres cercles monstruosament tarasconesos, en un tal moment, me sembla una cosa tan... histórica, que en la seva sola contemplació hi pressento una font de saviesa molt abundanta».
Maragall, todo ojos, que quiere otros más grandes para después de la muerte, se asombra ante Unamuno en su abismo interior, que lanza una mirada desdeñosa a las cosas de fuera y recae en su intimidad, en sus honduras, en lo que llamaría el hondón del alma. Y unos meses después, el 5 de febrero de 1907, vuelve sobre el tema en una carta a Carles Rahola:
«No m'estranya Fefecte que le féu aquella grandesa de la Sagrada Família; és impossíble que ningú la pugui mirar amb indiferéncia, i en un esperit com el de vosté hi ha de deixar forta senyal. Realment a l´Unamuno em sembla que no li entrá o, millor dit, que lí entrá malament. En les cartes que m'ha escrit no me n'ha parlat; péro en l'article que sobre Barcelona escri gué en la Nación de Buenos Aires, em sembla veurc-hi una allusió verament malévola al nostre Temple. Es un home singular I'Unamuno: s'impressiona poc o deforment, de lo que veu perqué está massa preocupat de si mateix, és dir, del problerna de l´ánima individual. Aquesta emsembla la seva feblesa i també la seva gran força. Per més que aquí tothom el troba poseur, a mi emsembla un home d'una gran sinceritat; si de cas és ell a si mateix que s'enganya. Jo l´he arribat a respectar i estimar molt amb el breu tracte que vaig tenir-hi de present, i amb el més ample i efusiu que hi he tingut per cartes: i ell també m'ha demostrat estimar-me. Lo que es que aquí no el van saber tractar, en general, ni ell tampoc encertá en trobar l'embocadura de lo nostre. Quelcom per l'estil deu passar amb en Silverio Lanza; pero an aquest encara li manca bom troc per ésser I'Unamuno, em sembla».
Se impresiona poco o deformadamente por lo que ve, porque está demasiado preocupado de sí mismo. Esto es lo que impresiona a Maragall. Ahí ve la debilidad y la fortaleza de Unamuno, al mismo tiempo. La palabra «fuerte», «fortaleza», acude siempre a su pluma cuando habla de Unamuno, aunque también adivinó su inseguridad, su flaqueza -probablemente las suyas propias iban en sentido contrario- Unamuno confiesa que, por comparación con los griegos, a otros «la luz nos entristece y llena de preocupaciones. Andamos siempre a la busca de nosotros mismos y en la calle a la luz, nos perdemos». Pero en ese artículo de La Nación, «Barcelona», que tanto había inquietado a Maragall, Unamuno demostraba haber visto muchísimas cosas -quizá sin parecer que miraba-; y reprochaba a los barceloneses, y en general a los catalanes, exactamente lo que Maragall le reprochaba a él «un ensimismamiento pernicioso y fuente de toda clase de injusticias de juicio».
Lo curioso es que en ese volumen de Epistolario y escritos complementarios falta un texto decisivo: uno de los últimos artículos de Maragall, escrito dos meses antes de su muerte, y que es un diálogo de fraternal polémica con Unamuno. Tendré que hablar de él en otro contexto.
Ganivet y Baroja pasan por las páginas de Maragall. Señala el carácter específicamente granadino del primero. Maeztu aparece, sin mucho relieve, en un par de ocasiones distantes. En 1901 le pregunta a Azorín: «¿No tiene nada publicado Maeztu, que en el breve momento que pude hablarle me interesó mucho? Tal vez en el grupo de ustedes, habrá algún otro que tenga verdadera significación y que yo ignore en absoluto. No me lo dejen ignorar.» Diez años después, al darle gracias a Rahola por un artículo de Unamuno, cornenta: «M'hi sento molt a la vora, jo, de l'esperit d'aquest home; molt inés a la vora que de l´esperit d'un Maeztu, per exemple, que em fa l'efecte d'un home que, per la reflexió, es violenta penosament lo castís del seu sentiment».
Tempranamente, en enero de 1907, cruza un momento una carta a Frances Pujals el nombre de Antonio Machado, que le había enviado sin duda su libro primerizo Soledades, que Maragall nombra erróneamente Soledad. Pero en realidad no acaba de verlo. «Recordo d'ell -escribe- una visió d'hivern mol viva, i una tarda d'abril amb un 'Mai piu...'. El tinc en el cor, tot aquest jovent castellá que s'a fanya peis camins de la poesía, el veig trist i tot sovint pervertit per en Rubén Darío. «Y después de expresar su admiración por éste, por su fuerza poética, le reprocha frivolidad, jugar con una cosa tan sagrada como la poesía.
El que más interesa a Maragall entre los hombres del 98, después de Unamuno, es sin duda Azorín. En 1900 publica una larga recensión de El alma castellana. Se ve que Maragall ha leído el libro con avidez, buscando en él la clave de una España quefue solo (o principalmente) castellana -así piensa- y que debe ser, matizándose y enriqueciéndose, otras cosas más. Y así termina con un párrafo conmovedor: «Y así como él ha sabido revelar el alma castellana, que indudablemente ha podido llamarse velar el alma española por muchisímo tiempo, se encontrará quien supiera buscar otras, ocultas siglos ha por los espacios de la península Ibérica, quizás, combinándolas, los españoles adquiriéramos conciencia de un alma nueva que buena falta nos hace».
Muy poco después empieza a escribir personalmente a José
Pasa a la página 7
Los ojos de Maragall / 2
Viene de la página 6Martínez Ruiz; de su libro le dice: «Para mi tiene la mejor cualidad (y la más rara) que puede tener un libro: el ser vivo». A comienzos del año siguiente le elogia el Diario de un enfermo, recuerda a Baroja y otros escritores coetáneos, y dice que todo ello «empieza a hacerme sospechar si ustedes, los de la nueva generación, han vuelto a encontrar, a fuerza de seriedad y sinceridad, el espíritu inmanente del arte castellano en un nuevo sentido de su lenguaje, el sentido de la sobriedad, cosas una y otra inconocidas o desconocidas (a mi modo de ver) por los escritores castellanos de muchísimo tiempo (exceptuando tal vez a Pérez Galdós), que, a fuerza de hacer juegos malabares con la riqueza más superficial de la lengua castellana, acabaron por perder su sentido íntimo e hicieron traición en su arte al alma castellana austera y poderosa por su misma austeridad. Separaron el arte de la vida que es como hacer flores de papel y frutos de cerá, pero lo de ustedes, es vivo. »Y ahí vemos la sensibilidad de Maragall. en vivo también, yo diría en carne viva, ante la lengua. Porque si Maragall fue unos ojos, su vida se realizó mediante la palabra; y ahí radicó la clave de su vida, su manera de ser poeta y prosista, catalán y español, hombre de la renaixenca asomado a la nueva literatura a la nueva España del 98.
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