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Los laboristas, desunidos y decepcionados

Juan Cruz

Los primeros cien días del Gobierno de Callaghan, en Gran Bretaña, han sido muy parecidos a los últimos cien días del Gobierno de Harold Wilson, su predecesor. Harold Wilson dimitió de su cargo de líder del Partido Laborista un mes después de haber amenazado a sus compañeros con convocar elecciones generales si se seguían manteniendo las divisiones en el seno del laborismo. Callaghan acaba de hacer la misma amenaza, pero en su caso es menos probable que dimita.

En efecto, el Partido Laborista está profundamente desunido en una serie de puntos fundamentales y eso se empieza a reflejar en la propia actitud de los electores, que cuando han sido convocados a las urnas mientras Callaghan ha estado en el poder se han mostrado o reticentes o decepcionados.En las elecciones que se han producido últimamente para suceder a diputados fallecidos, el partido del que es líder Callaghan ha ganado por minorías exiguas, en lugares donde los triunfos laboristas habían sido siempre holgados y resonantes.

En la jornada electoral más reciente, la diferencia que el Partido Laborista sacó sobre el candidato conservador es inquietante. Un hecho que ilustra la decepción o el absentismo de los electores laboristas es que muchos de los que van a votar muestran su desacuerdo con el partido votando por el National Front, un grupo racista de ultraderecha cuya importancia ha crecido de forma alarmante durante este año.

El estado en que se halla la base laborista británica es un reflejo de la propia situación por la que pasan los rectores del partido. En sus cien días de mandato, Callaghan, que era un hombre que parecía mejor dispuesto que Wilson a asimilar las demandas de la izquierda, se ha enfrentado no sólo a esa facción laborista, refugiada en el parlamento, sino incluso a sus propios compañeros de Gabinete.

Las amenazas de elección general las ha hecho James Callaghan a raíz de la controversia que se ha levantado sobre las propuestas gubernamentales de recortar sustancialmente el gasto público. En principio, sólo la izquierda parlamenteria laborista mostró su desacuerdo con tales intenciones. Pero ahora los ministros del Gabinete de Callaghan cuyas carteras se verían reducidas con aquellos recortes dan a conocer también su oposición. Aún más grave en ese mismo terreno ha llegado a ser la relación Gobierno-sindicatos. Los trade unions, que otorgaron su apoyo a la Administración en el punto crucial de las restricciones salariales, se sienten furiosos ante la posibilidad de unos recortes del gasto público que podrían traer mayor desempleo y más sacrificios para los trabajadores británicos. «Nuestro acuerdo, señalan los sindicalistas, se basaba en las seguridades dadas por el Gobierno de que no iba a haber más recortes de la naturaleza de los que ahora se pretenden.»

Para unos y otros, el Gabinete actual está haciendo demasiado caso de los consejos que vienen de más allá del Canal de la Mancha. Unas declaraciones que el canciller alemán Schmidt sobre la habilidad que ha tenido Callaghan para llevar la economía británica al terreno decidido en Puerto Rico, ilustran los temores sobre esa injerencia extranjera en el desarrollo de la vida de Gran Bretaña, aunque sea sólo a nivel económico. Estas peleas son especialmente graves porque provienen de una acusación que pone en cuestión el liderazgo de Callaghan. Según los representantes del ala izquierda del partido, el mantenimiento del gasto público se concretaba en los manifiestos con los que los laboristas fueron elegidos en 1974. Eliminar ese compromiso supondría eliminar, dicen ellos, las razones que podía haber para que se mantuvieran las lealtades parlamentarias y sindicales. Ante la perspectiva, Callaghan ha hecho lo que Wilson: ha amenazado con el espectro de las elecciones generales y con la vuelta al poder de los conservadores.

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Frente a todas estas riñas internas, la guerra de guerrillas que la líder de la oposición le ha vuelto a declarar al Gobierno es sólo una escaramuza. De nuevo, Margaret Thatcher ha acusado a la Administración de antidemócrata, por su manera de llevar los procedimientos parlamentarios. La intención del Gobierno de adoptar con más urgencia que la habitual varias leyes, ha hecho que estallen en los comunes acusaciones ya habituales contra los laboristas.

Otra circunstancia que ha hecho incómodos los cien días de gobierno de Callaghan es la situación por la que atraviesa el Foreign Office, cuyos últimos problemas están en Africa y concretamente en Uganda. El presidente Idi Amin ha vuelto a poner nerviosos a los británicos, aunque en esta ocasión realmente no han perdido su flema. Ayer un periódico inglés dijo que estaban enviando armas a Kenya, para que se defendiera de probables ataques ugandeses. El Gobierno se ha negado a comentar esta información, aunque ha admitido que prepara la evacuación de los ingleses que viven en Kampala. Lo cierto es que de todo el affaire Uganda ha salido una acusación muy grave que oímos el otro día en los Comunes: «éste es el Ministerio de Asuntos Exteriores más débil que hemos tenido en toda nuestra historia».

Los posibles fallos de este Foreign Office comenzaron con la rendición en la guerra del bacalao, que Gran Bretaña libró contra Islandia. El martes comienza otra batalla pesquera. El Foreign Office espera conseguir del Mercado Común privilegios especiales que permitan a los ingleses pescar en solitario en las aguas que rodean a las islas Británicas. Si el Gobierno de Londres consigue convencer a sus colegas europeos en este terreno, el Foreign Office podría superar ante los parlamentarios las críticas que ha merecido su manera de llevar el caso de Uganda.

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