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La confesión histórica

En tiempo de la República imperaba una muletilla con valor de consigna: «Hay que definirse». Durante la guerra civil, en la zona republicana, era menester mostrar «avales» o carnets políticos del Frente Popular (no se tiene ni idea de lo difícil que era circular, y aun sobrevivir, con la cédula personal); en la zona que se llamó allí nacional y aquí facciosa, supongo que la situación era muy parecida. Al terminar la guerra empezó la etapa de las «depuraciones», segunda parte de las «purgas» de Fernando VII: nada contribuyó más a sembrar de sal la tierra histórica de España.Ahora empieza a iniciarse una tendencia que pronto va"a ser una exigencia, si no se reacciona a tiempo: lo que pudiéramos llamar la «confesión histórica », la mostración de los recovecos del pasado político de los españoles, para ser admitidos -no está claro por quién- al futuro.

La confesión, además de ser un importante sacramento en desuso, es un maravilloso género literario. Es, finalmente, un prodigioso instrumento de conocimiento personal del hombre. Pero para que esto sea así, tiene que cumplir unas cuantas condiciones: libertad, espontaneidad, sinceridad, veracidad (que no es lo mismo), adecuada expresión literaria y una conciencia clara de los supuestos sobre y desde los cuales se Confiesa. Si algo de esto falta o está pervertido, se puede pasar con demasiada facilidad de la confesión a la inquisición en cualquiera de sus formas, incluida la autoacusación abyecta de los procesos de Moscú, hace ahora cuarenta años, con Vishinsky como fiscal máximo.

Se acaba de publicar en Barcelona un libro de Pedro Laín Entralgo: Descargo de conciencia (1930-1960). Ha sido presentado, en forma de coloquio, primero en Barcelona y luego en Madrid; he asistido, con tenso interés, a esta segunda presentación; después he leído el libro. Y con motivo de todo ello y de la tendencia germinante en la sociedad española, quiero hablar, no tanto del libro mismo como de la conciencia de Pedro Laín. Otro día diré alguna palabra sobre el fenómeno general y sus supuestos.

Nunca había oído el nombre de Laín hasta después de la. guerra, en el otoño de 1939; iba unido al título de «un consejero nacional de Falange». Poco tiempo después, quizá ya dentro del año siguiente, me dijo un amigo que Laín deseaba conocerme. Fui a verlo a su despacho, en el ministerio de la calle de Amador de los Ríos. Los dos sabíamos perfectamente dónde estábamos. Lo miré, al otro lado de su mesa. Yo había salido pocos meses antes de la prisión donde había permanecido algunos -por inesperada e improbable fortuna, pocos-. De lo único que verdaderamente me fio es de la cara: de las personas. Al ver por primera vez el rostro de Pedro Laín Entralgo, sentí la convicción de que podía confiar en él, y le hablé con total veracidad y apertura: estaba segurio, de que estaba seguro. (Y yo no era ni ingenuo ni inocente: acababa de sufrir la más increíble y grave decepción de amistad de toda mi vida, había medido hasta dónde se puede llegar cuando la vida humana está perturbada por el fanatismo o la cobardía o una combinación de ambos).

Han pasado treinta y seis años largos, y mi primera impresión no se ha desmentido: una am istad fraternal y siempre en claro, de acuerdo o no, ha sobrevivido intacta, mejor dicho, creciente, a los cambios de dos biografías y dos generaciones de historia española y universal.

Mi situación era sobremanera dificíl. La lectura de mi nombre entre los premios extraordinarios de la Facultad de Filosofía y Letras, en la apertura de curso de 1939, se había vetado políticamente (en las listas de los periódicos del 2 de octubre brilla por su ausencia; pero ¿cómo sorprenderse, y qué importancia tenía, cuando un mes antes habían anunciado en grandes titulares: Polonia ataca a Alemania?). En una de nuestras entrevistas primeras, Laín me habló de su deseo de que ye, -elaborase -sin condiciones, sin pedirme que no fuera quien era en la recién fundada revista Escorial, de la que era subdirector; el director era Dionisio Ridruejo, a quien conocí mucho después. Me dijo Laín no era prudente que escribiesen un ensayo; sí una nota sobre algún libro, como tanteo. Así lo hice, y se publicó «La filosofía española en el siglo, XIII» (comentario al libro de T. y J. Carreras Artau, que puede leerse en el volumen San Anselmo y el insensato). Al año siguiente, cuande ya había publicado la Historia de la Filosofía en enero -creo que el primer libro de autor nuevo después de la guerra-, escribí para Escorial un largo ensayo: «El problema de Dios en la filosofía de nuestro tiempo». Se publicó, pero que le costó la vida a la revista, y a asi Pedro Laín no pocos tártagos. No se desanimó por ello: cuando supo que preparaba mi tesis doctoral sobre La filosofía del P. Gratry, me la pidió para la colección Esconal, que él dirigía. Allí se publicó, en efecto;. pero no sin que las autoridades superiores ordenasen que fuese desencuadernada la edición entera y su cubierta fuese sustituida (con el consiguiente gasto de tiempo y dinero) por otra en la que no aparecía el nombre de la colección y el pequeño y lindo grabado del Escorial.

¿Fue excepcional esta actitud de Laín conmigo? Creo que no así era y así ha seguido siendo Unos años después, con ocasión de un homenaje íntimo de pocos amigos en una tasca madrileña, a los postres, alguien habló del optimismo de Laín. Yo dije más o menos: «No es que sea optimista; es que es óptimo. Hágase el experimento mental de imaginar la España de estos años sin Laín: ¿no hubiera sido todo mucho peor, más duro, más difícil? Laín ha hecho lo indecible por establecer la convencia entre españoles, por ayudar a unos y otros, por llevar a la vida nacional el espíritu de la amistad. » Pues bien, éste es el hombre que acaba de escribir un largo Descargo de conciencia, a quien todo el mundo -incluidos los sinceros amigos- parece pedir cuentas. Yo me pregunto de qué. Si se toma como nivel la conciencia de Laín, ¿quién podría dejar de necesitar descargo? Errores, ¿quién no los ha cometido, los comete y los cometerá? Las rectificaciones son excelentes siempre que cumplan dos condiciones: ser justificadas y explícitas; y las de Laín se ajustan a las dos. (Quizá es eso lo que no se le perdona, porque lo que ahora está de moda es aparecer como, por magia en los antípodas de donde se estaba, o rectificar aquello en que se tenía razón y abrazar la sinrazón del antiguo enemigo.)

No estoy seguro de que haya sido un acierto la publicación de Descargo de conciencia, aunque es un libro interesantísimo y en muchos sentidos admirable. Laín ha cedido a esa obsesión judicial de nuestro tiempo, a ese afán por buscar «culpabilidad» hasta en lo que nada tiene que ver con ello. Ortega dijo hace muchos decenios: «A ser juez de las cosas voy prefiriendo ser su amante». Nuestros contemporáneos tienen una extraordinaria vocación de jueces; Pedro lo ha sido, y muy severo, de sí mismo, con lo cual quizá ha frustrado lo que pudo ser un espléndido libro de memorias, de recuerdos personales e históricos, conmovido, dolorido cuando hiciese falta, pero alegre, lleno de complacencia en la realidad y en una vida que es de las más «presentables» que conozco.

Y de lo que estoy seguro es de que no ha sido un acierto la doble presentación del libro, el haber asociado a otros a esa función, de jueces; y puesto a hacerlo, sin suficiente discriminación, sin que algunos jueces tuviesen títulos suficientes, sin que tuvieran en ocasiones el mínimo cuidado de adelantar su propia confesión paralela. Pero el libro y el remolino que ha suscitado son enormemente expresivos de nuestra realidad. ¿Por qué no intentar echar una ojeada a lo que descubren?

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