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El Palmar de Atenas

La secularización de las creencias y el progreso de las ciencias parecen haber limitado considerablemente las súbitas e imprevistas interrupciones de las regularidades de la naturaleza; nuestra época no se muestra muy propicia a los milagros. Sin embargo, tal vez la vida mental sea menos reacia a suspender sus rutinas y ofrezca mayores oportunidades a las fuerzas sobrenaturales que la causación física.Cabe preguntarse, en consecuencia, si la brusca mutación que ha convertido a los gobernantes españoles en animales políticos democráticos tiene un origen portentoso. Ciertamente, la hipótesis resulta cómoda para explicar cómo quienes ganaron sus galones en la defensa del franquismo renuncian ahora a las pompas y a las obras del autoritarismo para seguir fielmente los programas de sus antiguos enemigos. Desgraciadamente, en el cuadro de síntomas hay demasiados elementos que no se compadecen con la intervención de la providencia y que hacen pensar, más bien, en la magia, y la prestidigitación. La nueva versión en cinerama del camino de Damasco tiene el final feliz digno, de las grandes superproducciones: aunque cegado por la luz divina, el jinete no da con sus costillas en tierra sino que cambia de caballo.

Seguramente los psicólogos conductistas, que estudian en los laboratorios la habilidad de los cobayas para descubrir la salida del laberinto, y los psicoanalistas, que tropiezan en los divanes con la racionalización de los móviles inconscientes y con los mecanismos de proyección en el prójimo de los defectos propios, tendrán bastante que decir al respecto. Carece de importancia que los neófitos no estén dispuestos a pagar una penitencia por la expiación de sus pecados orgánicos; al fin y al cabo, el padrenuestro con el que se suelen penalizar esas confesiones es psicológicamente más gratificador que aguantar privadamente con las propias culpas. Lo realmente notable es la furia con la que los conversos esgrimen sus recién estrenadas convicciones. Al tiempo que se resisten a conceder una amnistía penal y se regalan a sí mismos esa amnistía ideológica que es la amnesia general, se autodesignan guardianes de la fe democrática y únicos intérpretes de su doctrina. El cambio de piel tiene como premio la permanencia en el poder sin solución de continuidad.

De esta forma, un grupo de ciudadanos, tan reducido como exclusivista, se ofrece generosamente a prorrogar su dominio otros tantos años (o decenios), prometiendo en contrapartida abjurar de su antigua ideología y fuente de legitimación y aceptar las reglas del juego de sus viejos adversarios. Al menos en apariencia, la democracia sustituye a la autocracia en el carrusel de las formas de gobierno; pero el contenido del sistema sigue siendo oligárquico, no sólo por el continuismo gubernamental que lo preside, sino porque se mantienen incólumes los centros de poder económico y social que nacieron y se fortalecieron a lo largo de cuatro décadas. Para mayor confusión y asombro de quienes permanecieron marginados de la vida pública durante esa interminable época, antiguos dignatarios del Régimen o sus hijos, hermanos, sobrinos, yernos o nietos, ocupan puestos de primera fila en la oposición y se presentan como una alternativa de gobierno (o escriben artículos para llamar la atención sobre esa inusitada afrenta a la movilidad social).

Recientemente se ha esgrimido en las Cortes como argumento de gran estilo en favor, de la reforma constitucional, la superioridad cultural de Atenas sobre Esparta. Pero lo que de verdad mueve a nuestros lacedemonios es la atemorizada convicción, de que para impedir que su ciudad sea derrotada y saqueada, hay que transformar las instituciones, de forma tal que los recortes a su omnipotencia política no impliquen el debilitamiento de su influencia social y económica. Todo el mundo está de acuerdo en que seguir gobernando a la antigua usanza costaría ríos de sangre y bloquearía los delicados engranajes de un país desarrollado e industrializado. Y ni siquiera esa vía represiva se encuentra expédita. España está inserta en un área geográfica de soberanía compartida y resulta difícilmente concebible que Europa tolere el desencadenamiento de esa guerra civil a la que conduciría el intento del búnker de perpetuar su dominio en la anticuada forma.

La Esparta utilizada en la moraleja puede ser la de la antigua Grecia; pero la Atenas que mejor se presta a la analogía histórica no es la de Pericles sino la de Karamanlis, que no llegó a tiempo de evitar la caída de una monarquía cuya función mediadora había sido secuestrada por una dictadura. En el lenguaje popular se dice que «ardió Troya» cuando una situación terminó como el rosario de la aurora. Y así podría concluir el falso milagro de un Palmar de Atenas si, echando mano de ilusionismos y prestidigitaciones se tratara de sustituir las instituciones democráticas por una mala tramoya y de suplantar a los ahora desconocidos representantes de la voz popular, tantos años. Silenciada por los actores y comparsas del tinglado de la antigua farsa.

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