Problemas éticos de la explotación industrial del átomo
Un reciente coloquio en Versalles entre técnicos atómicos y teólogos ha venido a prolongar las reflexiones ya iniciadas, el año pasado, en el Congreso de Sigtuna, en Suecia, sobre un tema como el de Riesgos y promesas de los programas nucleares. El tema no puede decirse que fuera nuevo en la preocupación de hombres de ciencia y teólogos, porque, por ejemplo, las Recontres de Ginebra de 1958 lo abordaron ya muy ampliamente, pero, sin duda alguna, se ha tornado mucho más incisivo, y, a la vez, más inquietante y se inscribe en ese área de preocupaciones teológicas por las realidades vivas, que aunque todavía minoritariamente, contrasta con la preocupación digamos de a más corto plazo y casi siempre de tipo socio-político que parecen mostrar las iglesias: el asunto de las elecciones italianas, pongamos por caso.Mientras, en los años en torno al Vaticano I, la actitud de la Iglesia se hizo enfática a proposito del rechazo del mundo moderno hasta el punto de que cuajó en una de las fórmulas más equívocas y de trágicas consecuencias que esa Iglesia haya acuñado jamás: la de la proposición 80 del Syllabus según la cual el Pontífice Romano y la Iglesia no podrían reconciliarse jamás con el mundo moderno. En los años que han seguido al Vaticano II, un esfuerzo de apertura y acomodación a la cultura moderna y sus conquistas han supuesto una asunción un tanto dramática y apresurada de todo ese mundo: otra equivocidad. Aunque fuera de la Iglesia católica, el símbolo de esta equivocidad cristiana podría quedar simbolizado, por ejemplo, por el libro de Harvey Cox, La ciudad secular que abrazaba en cuerpo y alma, en nombre del cristianismo, a la actual civilización tecnológica; y los cristianos, que habían puesto sus reparos y prohibiciones o incluso habían descargado sus sanciones canónicas contra la vacuna, el alumbrado eléctrico o el velocípedo y no digamos ya, sobre el darwinismo o el psicoanálisis, parecían incorporarse, ahora, del modo más entusiasta al mundo de los adelantos y milagros técnicos y de la gran producción industrial. Pero, justo en el momento -estos años sesenta y setenta- en que esa civilización industrial y tecnológica comenzaba a ser puesta en cuarentena: -movimiento anticultura- y hippy, comprobación del desastre ecológico producido por esa civilización industrial, denuncia de la masificación y standardización humana, etc. El propio Cox iba a renegar muy pronto de su Ciudad secular, pero se podía comprobar, de nuevo, cuán tremendo era todavía el peso del pasado sobre los cristianos que, también en este aspecto de la preocupación ecológica o de la conciencia de peligrosidad del átomo, les hacía llegar tarde y equívocamente. «A pesar de San Francisco de Asís -escribía Robert Hainard, en su libro Expansión y naturaleza- a pesar de tantos adoradores de la naturaleza animados de una sincera piedad, me veo obligado a dejar constancia de que las religiones son ampliamente favorables a la destrucción de la naturaleza», y el profesor Dorst comenta, con razón, que de las palabras del Génesis: «Creced y multiplicaos y henchid la tierra, sometedla y dominadla», la mayoría de los pensadores occidentales han extraído las consecuencias más materialistas de supremacía absoluta del hombre en el mundo, y de este pensamiento nace en línea recta el pensamiento y la praxis tecnológicos modernos, como en él tienen su origen ciertas nociones perfectamente arcaicas y puramente biológicas de la sexuafidad humana.y hasta el grave desinterés cristiano. Esta situación, por lo demás, era el riesgo que se corría, y en el que se ha caído, para lograr la liberación del hombre frente a la naturaleza que le encadenaba con mitos y con su fuerza no dominada al principio de su historia; y a este proceso ha colaborado de una manera tan formidable el cristianismo, que no sería justo reprocharle los excesos históricamente inevitables de esta lucha. Pero ésta es la hora en que cristianos y no cristianos deben ser conscientes de que no «se conseguirá la construcción de una sociedad humana que merezca tal nombre, sin paz con la naturaleza -como escribe Moltmann-. No se puede superar la muerte de hambre por medio de un desarrollo industrial forzado, si al mismo tiempo, se lleva al mundo a una muerte ecológica». O a una muerte atómica. Porque, treinta años después de Hiroshima, lo nuclear puesto al servicio de la industria, es decir, no sólo las centrales nucleares sino el ciclo entero del combustible nuclear y su transporte y utilización nos obliga a angustiosos interrogantes que no logran disipar las explicaciones «incoordinables e inapresables» de los expertos, como ha dicho el P. Dubarle, en Versalles. El átomo, que para hombres como Eisntein, Oppenheimer y Ronstand significa muerte antes que cualquiera otra cosa, ha caído, como no podía ser menos, bajo los cálculos de la rentabilidad y el atractivo de los intereses inmediatos y sería conocer muy mal. a la especie humana si pensáramos que está interesada realidad deja de segregar una ideología, una actitud: la ideología de la bondad de la explotación industrial del átomo y la actitud de ocultar de «la mejor buena fe» los peligros, las consecuencias a largo plazo. Tal es la habitual postura de los expertos y tecnicos comprometidos en el ciclo industrial atómico, frente a los científicos puros, siempre más reticentes y cada día más desconfiados con los intentos de instrumentalización política e industrial de la ciencia y de los científicos.
Paradójicamente, ha sido en Versalles, un teólogo protestante, el profesor Siegwalt, de la Universidad de Strasburgo, el que de alguna manera ha compartido las tesis optimistas de los expertos e industriales respecto al átomo, hablando de que su empleo resulta racional y eficaz y está orientádo hacia altas metas económicas para todos. Paradójicamente ha sido un católico -el P. Dubarle- para el que la historia y el reino de este mundo no están irremediablemente condenados a ser el reino de Satán y del mal, quien se ha mostrado mucho más pesimista respecto, a lo que cabe esperar de una técnica como la atómica y del «homo economicus» liberado de la pobreza que esa técnica promete.
¿Acaso no escapará a nuestro control técnico el poder del átomo mucho antes o, si se quiere, coincidiendo con esa liberación de la pobreza en el globo? ¿Es un hombre humano aceptable para los cristianos, este hombre mismo que desafía la muerte contenida en el átomo, sólo por motivos económicos? ¿Es ético el seguir formando parte siquiera de una civilización técnica, fecalizadora y destructora de la naturaleza y cómplice con la muerte atómica por razones de producción industrial? ¿Pueden aceptarse sin deshonor de la inteligencia las esotéricas explicaciones técnicas, acerca del control seguro del átomo, que precisamente son esotéricas porque ese control está muy lejos de poder verificarse aún? Tal es el reto.
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