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Algunas reticencias a la exposición española, del Siglo de Oro en París

La crítica francesa ha acusado una pequeña frustración

Parra abril y mayo se han reservado siempre en París los grandes acontecimientos artísticos, las manifestaciones culturales más relevantes. Eso podría parecer que sucede con la exposición La pintura española del Siglo de Oro, desde el Greco a Velázquez, que se ha inaugurado esta primavera en el Petit Palais, lugar prestigioso en el que desde hace años se celebran importantes exposiciones de gran alcance universal, sino fuese que su fecha no se debe a una deliberada elección en el calendario. Esta exposición, que por los avatares políticos españoles de los fusilamientos de octubre no pudo presentarse entonces, fue aplazada, sine die, pasando primero a Londres, en donde no se había previsto su presentación, para por fin, en un acto de mutuo acercamiento franco- español de los reformistas, acabar siendo celebrada en París en plena temporada, en el mejor momento para un acontecimiento artístico. Concertada hace ya algunos años, en la época en que era director general de Bellas Artes, Florentino Pérez Embid, esta exposición sería en principio la correspondencia a las exposiciones del Impresionismo y el Simbolismo franceses, que tanto éxito habían tenido en Madrid.Una exposición con un título tan atractivo como el de la Pintura del Siglo de Oro en España obliga a mucho. Indudablemente el Gobierno español pensó que no podían faltar los nombres de los grandes maestros, los que constituyen los hitos de nuestra pintura. Los franceses esperaban un desfile importante de cuadros, de obras sorprendentes y de calidad. El título y la selección de nombres no era para menos. Nada más prometedor. La pintura española del Siglo de Oro, desconocida en el pasado, desde el siglo XIX ha alcanzado una gran cota de celebridad internacional. Ahora bien ¡helas! como dicen los franceses, las ilusiones se han visto un poco defraudadas. Es cierto que pretender realizar la exposición soñada sobre el Siglo de Oro español es tarea casi imposible, algo inalcanzable. De ahí que no sea de extrañar que la crítica francesa no haya desplegado sus elogios, haya tenido algunas reservas, y acusado una pequeña frustración.

La valoración, difícil

Ante una exposición que ofrece reticencias es difícil, sin embargo, la valoración, sobre todo cuando se trata de una como la que aquí reseñamos tiene aspectos muy positivos, pues ha sido realizada con criterios científicos válidos y nada negativos.Todo ello merece un análisis y nuestro juicio debe ser matizado si queremos ser fieles a los puntos de vista que sugiere. Alfonso Emilio Pérez Sánchez, tanto en su excelente catálogo como en su lúcida y penetrante introducción, da una lección de saber hacer con una altura de juicios rara en anteriores muestras españolas. Su selección de obras es también excelente y, sobre todo, coherente desde un punto de vista de la historia del arte. A través de los cuadros enviados a París un estudioso y conocedor de la pintura española de los siglos XVI y XVII puede analizar aspectos poco conocidos- determinados momentos y tendencias- de nuestro arte, géneros y personalidades poco aclaradas. Para un entendido es una exposición en la que aprende cosas, puede hacer confrontaciones, restablecer relaciones, profundizar en el contexto de nuestra pintura, y ver, incluso por primera vez, obras poco asequibles o prácticamente desconocidas. Pero todo esto que decimos es, sin duda, el gran fallo, lo que debiera haberse hecho. El público parisiense, acostumbrado a exposiciones de gran calidad tanto por las obras mismas corno por la manera agradable de presentarlas lógicamente, tenía que sentirse defraudado. En Francia la alianza de lo jansenista con la ligereza del siglo XVIII se dan siempre a la par, para mitigar el rigor de los primeros. Había que haber pensado en esto.

Obras pequeñas

Es cierto que no es un buen procedimiento el recurrir a lo espectacular, el presentar sólo obras de gran formato y tema teatral y grandilocuente. Pero tampoco debe caerse en lo contrario, enviando obras pequeñas o menores, de factura floja y de poca monta. Esto sucede a veces en la exposición que reseñamos. Un pintor como Fernández Navarrete el Mudo, cuyas obras, como el Entierro de San Lorenzo o las series de Santos en El Escorial resultan tan imponentes que no puede o no debe ser sacado a la palestra internacional con una pintura tan poco representativa como el Bautismo de Cristo, sea por su tamaño como por sus referencias a Rafael y Sebastiano del Piombo, raras en este pintor que desempeña un papel tan trascendente en el paso al naturalismo y al claroscurismo español. Nadie puede, pues, sospechar cuál es la categoría de Navarrete aquí minimizado total y literalmente.Distinto, pero similar, es no dar la verdadera imagen y talla de un pintor como Valdés Leal, cuya personalidad los franceses conocen a través de la prosa de Henri de Montherlant, por su descripción de los famosísimos cuadros del fin de las glorias de este mundo en el Hospital de la Caridad de Sevilla. Sin duda otras obras que las aquí presentadas resultarían más llamativas. En vez de calmados y bien realizados santos jerónimos del Museo del Prado y del dulce San Antonio de Padua de la colección Várez-Fisa, sería preferible haber enviado alguno de los cuadros de la serie de las Clarisas hoy en el Museo de Sevilla. El informalismo, de Valdés Leal, próximo al de un Saura, habría tenido más garra.

Obras importantes

En la exposición, sin embargo, hay obras importantes. Quizá para el lector español pueda, desde lejos, darse cuenta de su valor, lo mejor es proceder a una descripción un tanto topográfica: hacer el clásico recorrido desde el principio hasta el fin. Y puestos a ello, comencemos la crónica por la primera sala en la que podrían haberse evitado figuras como la de Vicente Juan Macip, cuyo fondo de la Visitación (Prado), visto desde una perspectiva internacional, no es más que el cuadro de un introductor de tendencias italianas de sobra conocidas. Quizá quien gana allí la partida es aparte del Divino Morales, el famoso retrato del príncipe Don Carlos, de Sánchez Coello, el malogrado hijo de Felipe II. La tragedia escrita por Schiller puede aquí ayudar a la comprensión y al interés por el personaje retratado, aunque no cabe duda de que el cuadro tiene de por sí cualidades, asimilando a lo español el Tiziano y Antonio Moro. En la misma sala un Vicente Carducho, procedente de un depósito del Seminario de Lugo, llama también la atención. Su tema es religioso, como el de la mayoría de nuestra pintura. Representa a San Juan de Malta renunciando al doctorado para después aceptarlo por inspiración divina. Cuadro de una serie monástica, es muy representativo del contrarreformismo español, pese al origen italiano de Carducho.En la Sala del Greco, la, calidad sube a un tono verdaderamente alto sobre todo con la Anunciación del Museo Balaguer en Villanueva y Geltrú, el San Lucase la catedral de Toledo y con el magnífico cuadrito de los mercaderes expulsados del templo de la colección Várez-Fisa que, como señala Pérez Sánchez, es con el de Londres el más refinado por su técnica. Obra del último periodo, es ésta la primera vez que se presenta públicamente. Es indudable que, después de esta sala, baja el tono, aunque se caliente pictóricamente con las gamas ya sombrías y pardas de Ribalta, Ribera o las más claras de Zurbarán...

De Ribalta hay una obra que se destaca entre todas: la de San Bernardo fundido en un abrazo con, Cristo, del Prado; y de Ribera, la Magdalena penitente que por su belleza contrasta con los procedentes de Osuna y, sobre todo, con el horripilante, soberbio e insólito cuadro de la Mujer con barba del Hospital Tavera de Toledo. De Zurbarán hay que decir que el cuadro que llama más la atención por su tamaño y colocación en la sala es el San Buenaventura procedente del convento de San Diego de Alcalá de Henares, hoy en San Francisco el Grande de Madrid. Obra firmada, es de finales de la vida del pintor extremeño. A causa de ello adolece de blandura y. desmayos, y carece del vigor y la solidez propia de sus obras anteriores. Interesantísima para los especialistas, creo que ha sido un error el darle lugar tan preferente.

La cuarta sala

La cuarta sala de reducidas proporciones está consagrada al bodegón y los floreros españoles, géneros ambos poco conocidos, y en los que Sánchez Cotán y Zurbarán están representados con sendas obras que se despesgan de las de Yepes, Deleito o Alonso G. Vázquez. Pero el cuadro que allí se impone es el barroquísimo Sueño del Caballero, de Pereda. A su lado los dos Zurbaranes, de atribución discutible, de Bollullos del Condado, resultan obras secundarias. De esta sala puede pasarse a una más amplia en la que Alonso Cano, Espinosa, Murillo crean el clima de la mitad del siglo. No hace falta insistir aquí en cómo es Murillo quien gana la partida y, una vez más, se afirma su calidad pictórica, pese a los desprecios infligidos por aquellos que sólo ven en su pintura lo cursi o una pretendida blandura que nada tiene que ver con la luminosidad de su suave colorido y la sensible armonía de sus tonalidades. Murillo, pintor de primer orden, magníficamente representado en París con la famosa Cocina de los ángeles, cuadro que formaba serie con el San Diego de Alcalá dando limosna, de la Academia de San Fernando, presente en la exposición, queda, pues, justamente en su lugar el gran pintor con el que sólo, puede rivalizar Velázquez. Interesante en constatar como Espinosa, con su carácter grave y severo, se impone por su sincero naturalismo. En la Sala de Velázquez se quisiera poder mantener el tono alto debido a un pintor cuya obra no necesita ponderación, Los franceses en esta selección se han sentido incluso heridos. En el retrato de tan magro realismo de la Madre Jerónima de la Fuente Yáñez de la Colección Araoz, lo mismo que con el tan elegante del infante Don Carlos, nos encontramos ante dos obras maestras de su juventud y primer periodo en la Corte. También ante el retrato tan esencialmente despojado de oropeles de Felipe IV, ya viejo y cansado, procedente del Prado. Pero poco valen a su lado, o tristes resultan, obras corno el retrato del Conde Duque de Olivares (Col. Várez-Fisa) o el de Felipe IV con armadura (Prado), probablemente obra de taller. El Velázquez importante estaba, pues lamentablemente ausente.

La última sala

Para un español la sala más brillante Y, sin duda, interesante, era la última. Pero quizá para un francés también la de menor atractivo, pues ni Antolínez, Palomino, Carreñó de Miranda y Claudio Coello pueden sacudir su sensibilidad en el grado necesario para provocar su admiración, sobre todo si las obras presentadas no son las mejores de cada uno de ellos. Aparte de los Valdés Leal poco representativos, la calidad, el realismo. de Claudio Coello y, sobre todo, la espectacularidad del San Hermenegildo de Herrera el Joven, se hacía destacar en una sala en la que era visible el cambio que a fines del siglo XVII había experimentado la pintura barroca española. Allí, sin embargo, se echaban de menos, lo mismo que en las salas anteriores, los grandes cuadros de altar, las enormes telas que, mezcladas a las columnas de los retablos, habían servido de instrumentos y vías para el fervor de los rieles en los santuarios e iglesias españolas. Esas iglesias barrocas cuyas fotografías estaban ausentes, para cosa grave a mi juicio, mostrar, en cambio, en las salas que antecedían a la exposición, las iglesias y edificios del arte plateresco, anteriores a la pintura expuesta.Para acabar con esta reseña - señalemos que no nos debe extrañar que fuera de las fronteras nos tomen a los españoles como desiguales, de genio variable, individualidades incapaces de mantener una tónica constante. Ante una exposición como la actual de París se puede comprobar que, por lo menos, en la pintura del Siglo de Oro, la carencia de escuelas y los desfallecimientos de pintores, a veces de gran calidad, y otras de bajas casi inexplicables, hacen que se pase de puntos culminantes a obras insignificantes o de una tónica poco relevante. No sabemos si por cicatería- del Gobierno, otras veces en cambio muy echado para delante, o por la rigurosa selección llevada a cabo, esta exposición, a la vez, resulta muy significativa. A pesar de ello preferíamos que en vez de desengañar se hubiera hecho lo que en el Siglo de Oro hacían nuestros antepasados al pasear por Europa, sacando las mejores galas, mostrándose, sin fanfarronería, pero con orgullo, como corresponde al valiente español.

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