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Visconti, en la vida y en la muerte

Recientemente, durante el rodaje de la que habría de ser su última película: El Inocente, cuya proyección en Cannes supone un póstumo homenaje a surealizador, Luchino Visconti, semiparalizado desde tres años antes, afirmaba a un periodista: «Antes que vivir sin poder trabajar, antes que ser una momia en una silla de ruedas, me pego un tiro, me mato.»El destino, tantas veces generoso con él a lo largo de su vida, no ha sabido esperar o no ha querido conformarse a sus deseos, y anticipándose, le ganó esta,vez por la mano.

Según afirman quienes asistieron a sus últimos trabajos y días, días seguramente no demasiado alegres, trabajos tan duros, como puede ser dirigir una película por muy buen equipo que se tenga, Visconti sólo volvía a ser él mismo cuandojunto a la cámara iniciaba cada mañana su jornada. Cuando, muy a duras penas, concluyó Confidencias, todo el mundo pensó que su carrera había terminado; pero no fue así y él mismo se encargó de demostrarlo, suce diéndose a sí mismo en otro filme, más y un nuevo proyecto ahora truncado: la adaptación de un libro de Zelda ritzgerald, la mujerdel creador de El Gran Gatsby. ç

Sobre la vida, sobre la obra de este gran vástago de dos ilustres familias unidas, a la aristocracia y a la industria más importantes de Italia, mucho se ha escrito y más se ha de decir, pero nada retratará mejor su personalidad que su torre de Ischia donde gustaba de retirarse, lejos de su villa de Quinto, residencia habitual, o los ricos salones de su infancia donde ya dirigía sus primeras funciones, estudiaba música o se apasionaba por sus caballos.

Había nacido seis años más tarde de que el Art Nouveau triunfara en París en la Gran Exposición Universal, y en el mismo en que Italia lo reconoce en la suya de Turin. El Palomar de Ischia encierra entre sus muros neogóticos, abiertos al más puro Mediterráneo, esculturas de Minne, vasos de Leven, ángeles de Polowny, junto a dorados muebles estilo Carlos X. En esa torre se halla presente aún el amigo de Cocó Chanel, el ayudante, chófery amigo sobre todo, de Jean Renoir, el niño mimado por un padre quizás altivo también, de una, madre cuya muerte nunca olvidaría. A lo largo de esas galerías apuntadas que miran a un jardín de hortensias vivas, apretadas en torno a terracotas muertas, se halla ahora preso, inmóvil, el recuerdo de un hombre independiente, defensor de: D'Annunzio y que entre toda su obra colocaba en lugar preferente Rocco y sus Hermanos.

«Es un filíne que quiero profundamente -decía-, que llevo en el corazón después de tantos años. Porque sucede en Milán, porque trata de la tragedia del sur y de los emigrantes interiores.»

Y sin embargo, en su obra favorita no se daban la mano la técnica y ese buen gusto tantas veces repetido al juzgarle, esa capacidad casi morbosa, al decir de algunos, para reconstruir ambientes que como los de su torre sobre el mar, van más allá de lo puramente estético hasta alcanzar categoría de símbolo.

Este hombre, de la vida bella más que amable, testigo de una época trascendental en la historia última de Europa, soñaba para su vejez días tranquilos, viajes, más viajes aún, quién sabe a la búsqueda de qué tiempo, país o paraíso perdidos. Pero ahora esa vida amable tiempo atrás, se le había vuelto enemiga y él procuraba rechazar sus envites no volviéndole el rostro, volcando en la balanza de la suerte hasta su último respiro.

Creía en todo aquello que se halla por encima de nosotros -tales son sus últimas-palabras-, y más que en el buen Dios de los católicos, en la vida, en los hombres y sus obras. Amaba la lealtad, despreciaba la hipocresía y quien tantos amigos tuvo a lo largo de sus años sé quejaba de soledad, lo que quiere decir sentirse viejo. Amaba a los vencidos y a la vez se reconocía vencedor, hasta su enfermedad, al menos. Pudo decir que su trabajo era su vida en el sentido más real de la palabra, pues entre médicos, masajistas y enfermeras, ese trabajo le mantuvo, vivo a lo largo de tres penosos años. Se rebelaba contra su suerte por un elemental deseo de vivir, pero también por la obsesión de ser él y nadie más quien pusiera punto final a su propio drama. Quien, lo vio en esos últimos tiempos asegura que físicamente era una sombra de sí mismo; sólo su mente seguía.

Ese tiempo feliz, esa época dorada de sus jóvenes años, no existía ya. Dos guerras acabaron con ella y el arte de Thomas Mann le había dado fin simbólicamente a manos de la peste en su Muerte en Venecia.

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