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Reportaje:

¿A quién se dirige el crítico del arte?

La pérdida progresiva del público

Tras haber afirmado a la llana que la historia del arte moderno es tarn6ién la historia de la pérdida progresiva del público del arte, Henry Geldzahler (escritor belga y «crítico» de nombre universal, privilegiadamente injertado en el auge de la vanguardia artística de Nueva York) acierta a formularse, con no menor llaneza, una pregunta análoga a la que encabeza estos escritos. ¿A quién se dirige el «crítico de arte»? ¿A los propios artistas?, cabe agregar. ¿A un sector minoritario, en posesión de la clave del enigma? ¿Acaso se dirige a sí mismo?Si de entrada ha de reconocer el crítico que la historia de la moderna estética entraña la pérdida progresiva del público del arte, habiendo de interceder su crítica entre extremos tan disociados, parece de razón que se vea acosado por esa pregunta inicial (y la suma y sucesión de las que de ella se desprenden) o venga a centrar en ella toda su reflexión y el mejor de sus propósitos; ¿cómo conseguir que el comentario habitual alcance, cual corresponde al medio de su ejercicio, una audiencia periódica y mayoritaria?

De acuerdo con las agudas observaciones de Geldzahler, el problema de la disociación entre el público y la práctica del arte se agrava aún más al no ser «la gran masa popular» la específicamente erradicada o alejada del acontecer artístico, sino «la clase» misma (la de los emancipados, ilustrados y cultivados..., la jerarquía aristocrática, especialmente, y la religiosa) a la que en otro tiempo -anterior a la Revolución Francesa- iban dirigidas las miras y las obras del artista.

El artista del Renacimiento, del Barroco y del siglo XVIII sabía para quién pintaba. Su corto público estaba claramente definido, y había un fondo de saber, literario y artístico, que tanto el artista como su cliente daban por sentado. Cierto que entre éste y aquél podían mediar diferencias y surgir discrepancias; pero no es menos cierto que pronto quedaban zanjadas, dado que ambos coincidían de antemano en el objeto del «encargo» (rostro que ennoblecer, batalla que perpetuar milagro que difundir ... ) a cuyo «significado» había de subordinarse toda otra intención.

Con el siglo XIX llega un período o proceso de democratización del arte y de clara independencia en cuanto a su práctica. Democratización e independencia tales (dato que no siempre suele señalarse) que lejos de propiciar el acercamiento del público al espectáculo del arte, comienzan a acentuar, paradójicamente, un distanciamiento recíproco que en nuestro siglo, y a favor de las corrientes vanguardistas, ha de alcanzar el reino de las antípodas; empieza el arte a hacerse cuestión de sí mismo, a atender a su propia problemática, con la consiguiente pérdida de su clientela tradicional y sin posibilidad alguna de aproximación a los sectores mayoritarios.

El impresionismo

Geldzahler atribuye esta paulatina o definitiva escisión a la irrupción del «impresionismo». La antigua «actividad compartida» entre el que encomendaba la obra e imponía el «significado», y quienes habían de imprimir éste en la faz de aquélla, se deshace por la acción innovadora de los «impresionistas», unívocamente atentos a los problemas propios de la creación, a las «necesidades y mecanismos internos» del proceso manifestativo. «El arte comienza a mirarse a sí mismo», desdeñando olímpicamente la mirada ajena, tanto la de los viejos «clientes ilustrados», que no lo comprenden, como la del público en general, más distante aún de la nueva situación.

Un nuevo proceso

A partir de ese instante, el arte, a juicio de Geldzahier, había iniciado todo un proceso de cerrazón sobre sí mismo que vendrá a prolongarse por más de cien años. Y es entonces, justamente entonces cuando surge, por razones obvias: la figura del «crítico». Fue Zola, en mi opinión, el primero en desempeñar su papel, corriendo el de destinatarios más genuinos a cargo de los propios "impresionistas» y de quienes en torno a ellos compartían toda una nueva problemática cognoscitiva y manifestativa, y fomentaban, minoritariamente, los nuevos afanes creadores.A la luz de esta ilustración histórica, puede quedar resumido el lugar y el modo de la recién creada actividad interpretativa y comunicativa; los artistas, el «pequeño grupo» de sus inquietos seguidores (equivalente, con otras intenciones, al de los viejos clientes ilustrados, y de carácter mucho más restringido), y el «crítico» elemento mediador entre unos y otros, intérprete literario, y un tanto «a la fuerza», de un sentir común. No es el crítico el capitán de la nave; ejerce, más bien, una función conciliadora e inductora de los afanes y propósitos del «grupo» sumamente reducido, «pero apasionadamente interesado por el arte -diré con GeldzahIer- y compuesto en gran parte por los pintores y su camarilla inmediata».

Es una historia que no dejará de repetirse a lo largo del movimiento moderno». Las predicaciones de Zola en torno al «impresionismo» se verán palmariamente reflejadas en las de Apollinaire para con el «cubismo», en las de Marinetti ante el fenómeno futurista, en las de Maiakovsky en pro de la vanguardia eslava.... y medrarán en forma de desenfadados «manifiestos» que dirigiéndose provocativamente a la sociedad en general, no hacen sino subrayar la distancia creciente, entre la incomprensión de ésta y los propósitos de los nuevos creadores y su corte.

Las vanguardias

Cierto que las vanguardias han ido paulatinamente aclimatándose al suelo de la costumbre (el «cubismo», por ejemplo, se halla hoy más inmediatamente plasmado, y por espúrea que sea su versión, en las trazas de la casa de enfrente que en la letra de cualquier manifiesto), pero a ellas han seguido otras y otras vanguardias con una problemática cada vez más «peculiar», una audiencia cada vez más restringida y unos críticos cada vez más centrados en la interpretación de un arte más y más difícil de comprender y divulgar (los nombres, entre otros, de nuestro Geldzahler, Steinberg, Alloway, Solomon, Kozloff, Szeemann, Rosenberg, Greenberg..., serían el equivalente de los arriba citados).La interna problemática de la obra nueva, su inserción en el área de un pensamiento que la justifique y la necesidad de un vocabulario que la traduzca con alguna precisión..., han terminado por aglutinar y definir restrictivamente el « trinomio» (artista-crítico-minoría) en unos límites harto concisos o con unas fronteras de difícil acceso. Fuera de él, los conceptos y los términos, en el caso de que trasciendan, pierden su vinculación íntima con las obras en el supuesto de que éstas merezcan alguna ajena atención. El círculo se cierra paulatinamente, el arte se mira a sí mismo y sus premisas cobran todo su sentido en su propio cotejo y desarrollo.

¿Es la historia del arte moderno la historia misma de la pérdida progresiva del público del arte? He procurado distender al máximo la panorámica, eligiendo decisivos momentos históricos y nombres, también, de resonancia universal, no con el ánimo de emular, ni remotamente, la agudeza de sus interpretaciones o el alcance de sus «críticas», con la intención, más bien, de reforzar, a ejemplo suyo, mi conciencia personal ante la gravedad objetiva de un suceso. Y no me parece mala pauta de conducta, en atención, sobre todo, al medio de mi incipiente ejercicio sentirme voluntariamente acosado por la diaria reflexión de una pregunta única: ¿A quién, realmente, se dirige el crítico del arte?

Babelia

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