El país que queremos
Desde las fechas ya lejanas en que a un grupo de periodistas e intelectuales españoles se les ocurriera la idea de fundar EL PAÍS, éste se ha soñado siempre a sí mismo como un periódico independiente, capaz de rechazar las presiones que el poder político y el del dinero ejercen de continuo sobre el mundo de la información. Nuestro país no tiene tradición reciente en el uso de ningún tipo de libertades, y nuestra experiencia al respecto, en el terreno de la Prensa, es absolutamente pobre. Los diarios y los periodistas españoles hemos vivido -incluso los que somos todavía jóvenes- años de una censura y un dirigismo tan férreos que sus frutos merecerían los honores de un museo celtibérico de muchas plantas si no fuera porque han constituido un daño irreparable para la cultura, el pensamiento y la política de nuestra nación. La realidad es que hasta 1966 la Prensa española no consistió sino en un aparato de propaganda del régimen y sus beneficiarios, en una actitud de desprecio total hacia el lector y sus derechos. A partir de la publicación de la actual Ley de Prensa e Imprenta los diarios pudieron soltar, tímidamente primero, más cómodos después, algunas de las amarras que les ataron durante tanto tiempo. Pero se han mantenido hábitos y vicios difíciles de borrar. La veneración al poder que el franquismo enquistó entre nosotros es todo lo contrario de lo que una Prensa libre necesita si quiere convertirse en un instrumento de participación y diálogo al servicio de los ciudadanos. Durante cuarenta años los lectores españoles han sido convenientemente amaestrados para la llamada crítica constructiva, adjetivo éste inventado por la clase dirigente a fin de evitar toda crítica a secas que perjudique o ponga en peligro sus intereses. El poder político nos está inundando desde hace algún tiempo con argumentaciones y promesas sobre la reforma democrática, pero se olvida con frecuencia que esta reforma es imposible si los mismos detentadores del poder no están sinceramente dispuestos a dejarlo.
Los niveles de libertad de Prensa en nuestro país, al margen de innegables avances obtenidos en el pasado reciente, siguen siendo muy bajos para lo que la democracia tradicional exige. La información sobre las actividades de los ministros o los directores generales copa en gran parte los espacios de "política" de los periódicos, que dedican páginas y páginas a discursos oficiales que nadie lee pero cuya publicación aplaca -teóricamente al menos- otras iras desatadas. Sería una petulancia que hoy mismo viniéramos nosotros a decir cómo es preciso hacer las cosas. No, pensamos que somos mejores que los demás, aunque aspiramos a ser distintos en algo y desde luego a que al cabo de unos meses se pueda reconocer que no lo hacemos mal del todo. Pero la actitud y el tono de la Prensa diaria tienen que cambiar si se quiere ayudar a la construcción de una democracia en nuestro país. En la medida de nuestras posibilidades, nosotros trataremos de hacerlo.
Este periódico ha sido posible porque hay muchos miles -yo diría que cientos de miles- de españoles que piensan efectivamente esto que decimos. No son de derechas ni de izquierdas o mejor dicho, y precisamente, son de derechas y de izquierdas, pero ninguno opta por expender patentes de patriotismo, ni piensa que la mejor manera de convivir sea la que desgraciadamente se nos ha querido enseñar en el pasado: la supresión del adversario. Porque nacemos con talante y concepción liberales de la vida -en lo que de actual y permanente tiene la palabra y en lo que significa el respeto a la libertad de los hombres- la tribuna libre de EL PAÍS estará abierta a cuantas gentes e ideologías quieran expresarse en ella, con la sola condición de que sus propuestas, por discutibles que sean, sean también respetuosas con el contrario y propugnen soluciones de convivencia entre los españoles.
Por lo demás sería injusto e inelegante terminar este breve saludó de cuatro de mayo sin recordar también que otras cosas, además de los deseos de libertad y democracia, han hecho posible que comenzara la aventura de EL PAÍS: la constante paciencia de medio millar de accionistas que durante tres años soportaron sin deserciones las negativas del Gobierno a conceder el permiso de publicación, y el entusiasmo de doscientas personas, que robándole horas al sueño y trabajando contrarreloj desde hace sólo tres meses pueden presumir sin reparos de haber puesto hoy un periódico en la calle. Estas cosas tienen que ser humilde y públicamente agradecidas. En catorce años de periodismo activo no había visto nunca un grupo humano tan entusiasmado con sacar adelante su tarea. Y no seremos nosotros, pero alguien sí debería escribir el relato de los protagonistas anónimos de la historia que hoy comienza y que quiere ser no una historia particular y concreta, sino símbolo real de algo más definitivo e importante: el advenimiento de un régimen de libertad y unas formas de convivencia, modernas y civilizadas entre los españoles.
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