Tom Lafaille, huérfano de alpinista
El hijo de Jean Christophe, una leyenda desaparecida en 2006, explica cómo se ha enfrentado al recuerdo y a la ausencia de su padre para acabar siguiendo sus pasos
Primero, llega la condena. ¿Cómo puede un hombre o una mujer alpinista arriesgarse a perder la vida en una montaña cuando tienen hijos a su cargo? Después, una pregunta. ¿Qué vida les espera a los huérfanos? Jean Christophe Lafaille, el alpinista francés más grande de finales del siglo XX y principios del presente se casó dos veces, primero con Véronique, con la que tuvo una hija de nombre Marie, y después con Katia, de cuya unión nació Tom. Desapareció en 2006, en la montaña, justo cuando su impecable, enorme y rutilante currículo parecía garantizarle algo semejante a la inmortalidad.
En el valle nepalés de Langtang, un pico de 6.250 metros lleva el nombre Marie Ri (Marie ríe) y en el Karakoram, una vía en el Nanga Parbat (8.125 m) fue bautizada como Tom y Martina (hija de Simone Moro). En ambos casos Jeancri Lafaille quiso que los nombres de sus hijos fuesen una referencia, como si no existiese distancia entre sus dos pasiones: montaña y paternidad. Como si tuviese que explicar que ambas vertientes de su vida le eran igualmente necesarias. En 2006, su hijo pequeño Tom contaba cuatro años y medio de edad y no sabía que su padre era una estrella. Apenas notaba que de vez en cuando la casa se llenaba de petates y, cuando esto sucedía, su padre se ausentaba. Ese mismo 2006, los petates regresaron sin su dueño.
Jean Christophe era el alpinista total, un milagro de polivalencia, destreza técnica, fortaleza y capacidad soñadora. Lo había logrado todo, a veces encordado a un compañero, otras en soledad. Igual que los más grandes, se empeñó en escalar los 14 ochomiles del planeta, pero a su manera: abriendo vías nuevas, escalando en invierno, en solitario… En el invierno de 2006, no había nadie en el Makalu (8.485 metros), salvo Lafaille y un viento infernal. El francés pasó seis semanas bloqueado en el campo base a 5.300 metros. Cada vez que se asomaba a la montaña, el viento y el frío lo barrían. La esperada tregua llegó y Lafaille arrancó con rachas de 50 km/h. Alcanzó los 7.600 metros y llamó por la noche a su pareja, Katia, que le ofreció un parte de viento no muy desfavorable para el día siguiente. Por la mañana, volvieron a hablar: Lafaille estaba contrariado, se había dormido, su hornillo funcionaba mal y apenas había logrado fundir nieve para hidratarse. Era el día señalado de cima y dejaba atrás su tienda con retraso. Prometió una nueva comunicación cinco horas después. Nunca llegaría…
Nadie volvió a verle, ni encontró su cuerpo, posiblemente sepultado en el fondo de una grieta o bajo los restos de un alud. En casa, algo cambió en la vida de Tom: las montañas dejaron de existir, aunque rodeasen su hogar y fuesen fastuosas. Su madre le apuntó a clases de esquí alpino, donde enseguida destacó. En el garaje de la casa criaban polvo los petates de su padre, que nadie tocaba ya. Tom creció sin dolor, un niño más del valle ocupado en divertirse y sin apenas recuerdos de su padre a los que aferrarse, según rememora en una carta a su progenitor escrita hace un par de años. Dicha misiva pasó más bien desapercibida, pero la nueva dimensión del joven permite releerla con una mirada distinta. Tom es ahora un alpinista más que prometedor, un esquiador extremo de primera fila y uno de los estudiantes para guía de alta montaña más jóvenes que ha conocido la escuela de Chamonix. En definitiva, ha decidido seguir la estela de su padre. No ha sido difícil: tenía todos los argumentos necesarios en el sótano de su hogar y en los diarios que conservaba, sin leer, de su progenitor. Disponía incluso del diario de su última expedición, escrito en una libreta Moleskine que alguien recuperó de su tienda de campaña abandonada pero intacta en el Makalu a 7.600 metros, la estampa de una ausencia y un misterio.
Menos evidente resulta el recorrido vital de un joven que en unos pocos años pasó de la indiferencia hacia el mundo del alpinismo a la pasión más sincera, como si portase un cierto determinismo genético. El verano en el que Tom cumplió 13 años, se dijo que necesitaba una afición veraniega para rellenar el hueco que le dejaba el esquí. Se planteó boxear, nadar, jugar al hockey y se decidió por escalar en un rocódromo vecino que presentaba una estructura de 12 metros de alto. Sintió miedo, respeto, un nudo en el estómago y una liberación al encaramarse a lo más alto: la misma sensación única que ha seducido a generaciones de escaladores. En el invierno siguiente dejó el esquí de competición: “No me interesaba ya ser el más rápido sino ser más fuerte, por mí”. La escalada le impresionó tanto que empezó a hojear viejas revistas de montaña que encontró en casa: su padre figuraba en algunas portadas. Y enseguida entendió que su progenitor era un superdotado con una fortaleza mental inconcebible.
Con todo, empezó a cansarle que todos le hablasen de su padre: la foto cambiaba, se desdibujaba, se alteraba bajo el prisma de los extraños. Así que, recién cumplidos los 16 años, Tom decidió encontrar a su padre en el desván, abriendo uno por uno sus petates, estudiando cada aparato, cada pieza de su equipamiento de alpinista y escalador. En paralelo, leyó sus diarios, sus entrenamientos, sus reflexiones, sensaciones… Y lo que aprendió le inspiró. Muchos anocheceres, caminaba hasta el rocódromo para aprender a manipular los artefactos de su padre y, como no conocía a muchos jóvenes que escalasen, empezó a hacerlo en solitario. Pronto tomó una decisión: quería ser como él. “Mi padre”, explica, “tenía la capacidad de escalar ochomiles en solitario, de realizar aperturas extremas sin compañero en los Alpes, de afrontar vías super técnicas, de alcanzar el máximo nivel escalando hielo y mixto, y sin apenas dedicarle tiempo, encadenar 8 c en deportiva o 8 a + sin cuerda, algo que me produce escalofríos de miedo”, confiesa. “Estaba en lo más alto de casi todas las disciplinas sin ser especialista en ninguna y yo me identifico con ese tipo de alpinista”, reconoce Tom.
De momento, el hijo de Jeancri ya ha destacado en la única disciplina en la que su padre no brilló: el esquí extremo, y ha fichado por el todopoderoso equipo The North Face y por Scarpa, cuando su padre llevaba ropa de Millet y calzado de Asolo. Tom no ve a menudo a su hermanastra Marie, a la que le gusta pasear de vez en cuando por la montaña mascando las respuestas a las preguntas que su padre dejó sin resolver. En su caso, aceptar la ausencia resultó mucho más complicado. Tom, en cambio, resume así su camino: “El 27 de enero de 2006, mi padre desapareció en el Makalu dejando tras de sí nuestra familia, sueños y proyectos. A menudo, mi madre y yo hablamos de él, sigue vivo en nuestros corazones, en nuestras palabras y en las vías que abrió, muchas aún sin repetir. He transformado la ausencia de mi padre en energía y los recuerdos en luces que iluminan mi camino de joven alpinista”.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.