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Diarios de un amateur
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ronan Pensec, un diez de leyenda

En aquellos partidos sobre la alfombra se fraguó una amistad y una complicidad que trasciende los años y nos hace sonreír felices

El francés Ronan Pensec, del equipo Z, con el maillot amarillo del Tour en julio de 1990.
El francés Ronan Pensec, del equipo Z, con el maillot amarillo del Tour en julio de 1990.VINCENT AMALVY (AFP)

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Ustedes no lo saben, nadie lo sabe en realidad, pero hubo un tiempo en el que Ronan Pensec, aquel ciclista del equipo Z Peugeot de los años ochenta y primeros noventa, fue el mejor jugador de fútbol del mundo. Era un 10 clásico. Vertical hacia la portería contraria, solía bajar a recibir cuando los partidos se atascaban en el centro del campo, haciendo de enlace con los delanteros. El menudo velocista francés defendió la camiseta de La Casera, con la que ostentó todos los récords de goles y asistencias en un deporte que no era el suyo en realidad. Nadie pudo hacerle sombra en el verde. Si acaso, el portero rival, la gran estrella del equipo Cinzano, el belga Vanderaerden, pero siempre pensé que su fama era debida a que se enfrentaba al mejor jugador de todos los tiempos, que aquel guardameta fue grande solo en la medida del rival al que debía anular. Aunque Javier, mi hermano pequeño, no estaba de acuerdo. Para él, Vanderaerden tenía valor por sí mismo, era un portero mayúsculo.

“¿Me estás hablando de nuestros partidos de fútbol con chapas?”, pregunta incrédulo ahora al otro lado del teléfono. Respondo que sí, y le explico que quiero dedicar la columna de EL PAÍS del lunes a Pensec, que sus gestas merecen ser recordadas. Se hace un silencio en el que seguro que mi hermano, que me quiere y se preocupa por mí, está pensando si no hay mejor asunto para esta página, que cuánto tiempo me dejarán seguir escribiendo aquí si sigo con estos temas de cena de idiotas, hasta que al fin responde: “Estoy en la oficina, Galder. No tengo tiempo ahora, ya hablaremos”. Cuando cuelga, me sonrío convencido de que aún no ha digerido las humillantes derrotas que sobre la alfombra de nuestro cuarto le infligí con el ciclista francés como punta de lanza, y continúo tecleando.

Teníamos doce y ocho años. Recorríamos los bares del pueblo pidiendo las chapas a los camareros, que nos las guardaban ya de la costumbre. Después, en casa, descartábamos las que estaban aún mínimamente dobladas y lavábamos con jabón el resto. Cada uno tenía un equipo. La Casera yo, él el Cinzano, así que esas chapas nos correspondían respectivamente. Por alguna razón habíamos concluido que las de estas marcas eran chapas de más calidad, que se deslizaban mejor sobre la alfombra, como si estuvieran fabricadas con una aleación especial.

“Bontempi”, dice mi hermano. Ahora es él el que me ha llamado, interrumpiendo mi escritura. No han pasado ni diez minutos desde que me ha colgado antes. “Mi portero era Bontempi, no Vanderaerden”, afirma con un punto de enojo. Le pregunto si está seguro y responde casi indignado que por supuesto que lo está, y añade que el belga era uno de sus mejores defensas. Hablamos un buen rato y recordamos juntos, uno a cada lado de la línea. No sabemos decir qué nos gustaba más, si el juego en sí, el relato que hacíamos a partir de nuestras partidas, que aún reverbera en nuestra melancólica memoria, o la manufacturación de todos los elementos del juego, tarea a la que dedicábamos horas y horas, conscientes de que de nuestra presteza dependía el rendimiento posterior de la chapa. Evocamos ahora aquel proceso, cómo pulíamos contra el asfalto la base de las chapas para que hiciera menos resistencia sobre la alfombra en la que jugábamos, cómo rellenábamos las chapas de los defensas con plastilina, para darles peso, y las de los medios con cera fundida antes de pegar los rostros de los que serían nuestros jugadores. Algunos eran cromos de futbolistas —Ian Rush, Littbarski, Gullit—, pero otros venían en aquellas plantillas que vendían en el quiosco, “Ases del ciclismo”, de ahí que muchos triunfaran en un deporte ajeno: Mottet, Kuiper, Wilmann, Vanderaerden, por supuesto Bontempi y, sobre todo, Pensec.

“¿Te acuerdas de que lucíamos la uña del índice negra de tanto golpear la chapa?”, pregunto. Javier se ríe y suspira: “¡Cuántas tardes quemamos así! Mamá se desesperaba”. Pero hoy él sabe, y yo también, que aquel no fue tiempo perdido, porque en aquellos partidos sobre la alfombra no solo se fraguó la leyenda de Pensec, sino algo mucho más importante, lo que da sentido a esta columna: una amistad y una complicidad que trasciende los años y nos hace sonreír felices a los dos, treinta y cinco años después. Convendremos que para eso están los juegos, y que no hay tiempo mejor invertido.

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