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Relatos de un amateur
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un hombre como Marino

Siempre anhelé ser un día como él, alguien que trabaja de manera diligente y con la ambición justa, que prefiere ser querido a admirado, que no desfallece y jamás tiene un mal gesto

Marino Lejarreta
Marino Lejarreta prepara su bicicleta antes de una etapa de montaña en la Vuelta a España.EFE D.MONDELO (EFE)

Recuerdo el momento y el lugar exacto en los que leí la noticia: Marino Lejarreta se retiraba. Fue un domingo de octubre de 1992, en una pequeña cafetería de mi pueblo que, como tantas otras cosas que han dejado de ser en todo este tiempo, ya no existe. Yo tenía diecisiete años y me quedé plantado ante el titular del periódico con el gesto de quien acaba de saber de una tragedia. No daba crédito a lo que estaba leyendo. Para mí, Marino siempre había estado ahí. Era parte de mi vida, del escenario en el que había crecido. Mi gran ídolo. Le admiraba tanto que me atrevo a pensar que, de alguna manera, le quería.

Creo que fue aquel domingo cuando comprendí en toda su dimensión la irreversibilidad del tiempo y nuestra finitud, la idea de que la vida avanza procurando cambios que a veces son para mal y que aquellos a quienes queremos no siempre estarán con nosotros. Me veo inmóvil en la barra de esa cafetería que ya no existe y pienso que de alguna manera hubo un antes y un después de ese momento.

El antes, mucho antes: yo tengo seis años y cada tarde al regresar de la escuela me calzo la visera del revés para dar vueltas en bicicleta a la plaza del pueblo, imaginando que soy el Junco de Bérriz. Algo veía ya en aquel corredor delgado y serio, que alimentaba mi profunda devoción. Ahora imagino que sería su carácter sobre el asfalto, incansable y al tiempo humilde, glosado por las palabras de mis mayores, familiares y vecinos y profesores, que hablaban de aquel hombre como si fuera un familiar común y querido: nuestro Marino.

También antes, pero solo unas semanas antes: Lejarreta había intentado regresar a la competición con un cuerpo que ya no daba más de sí, tras una temporada entera recuperándose de las heridas de una terrible caída. Fue en la Vuelta a La Rioja. Se quedó descolgado del pelotón en una etapa sencilla. Los demás ciclistas decidieron esperarle para no dejar atrás al más querido del gremio. Marino se bajó para siempre de la bicicleta con la solidaridad y el afecto de sus compañeros. Aquel gesto me conmovió. Supe que mucho más importante que su palmarés —que incluía numerosas etapas, varias Clásicas y una Vuelta a España—, era el cariño que se había ganado aquel escalador honrado y modesto, de pocas palabras y grandes pedaladas.

Antes, entre esos dos momentos: todas las veces que volví a casa corriendo de la escuela o el instituto o las clases de recuperación en verano para ver el final de etapa y conectaba el televisor con tensión, anhelando que Lejarreta hubiera escapado o, al menos, estuviera en el grupo de los elegidos y me pegaba a la pantalla gritando ánimos que ojalá que sintiera de alguna manera en las pendientes de los Alpes, los Pirineos o los Apeninos. También la celebración de sus victorias. ¡Ah, aquella en la cima de Causse Noir en el verano del 90! Esa etapa que él no celebró porque no estaba convencido de haber llegado el primero. Qué felicidad, salir de casa gritando en el barrio la buena nueva: ¡Ha ganado Marino!

El después: aquel domingo de octubre de 1992 ante el periódico, el ciclismo se acabó para mí. Desde entonces seguí la clasificación de Tour, Giro y Vuelta con la distancia que impone la indiferencia. Por muy multicolor que fuera aquella serpiente, yo solo era capaz de ver una ausencia. Quizá por ello, mi admiración hacia Lejarreta fue creciendo. Mientras los demás celebraban récords, Tours consecutivos y gestas impensables, yo me aferraba a mis recuerdos y anhelaba ser un día como él. No un ciclista, no, por favor, ya era mayor para sueños infantiles, sino alguien que trabaja de manera diligente y con la ambición justa, que prefiere ser querido a admirado, que no desfallece y jamás tiene un mal gesto. No lo he conseguido. Pero sigo en la tarea. Hace mucho tiempo que superé la edad en la que Lejarreta se retiró, pero sigo teniendo el mismo objetivo en la vida: ser un hombre como Marino.

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