El camaleónico Nadal, ante Ruud y la historia
El mallorquín, que levantó su primer trofeo en París un 5 de junio, se eleva antes de la final contra el noruego gracias a su virtud para metamorfosearse ante lo adverso
Se repite la historia en París, vuelve el revuelo. La tradición. Las carreras y el estrés por todo el recinto. Van y vienen los periodistas y todos los trabajadores de Roland Garros porque es la antesala de la final y, sobre todo, porque a ella vuelve el rey, el admirado y reconocido campeón ―“¡Rafa, Rafa, Rafa!”, bramaban las gradas el viernes― que el curso pasado perdió el sitio y ansía recuperarlo este domingo (15.00, Eurosport y DMAX) en la final contra Casper Ruud. Todo va a toda máquina y al final, no ajeno pero sí abstraído, el que maneja la situación con mayor aplomo es el propio Nadal, que camina con paso firme y buen semblante por el espacio en el que trabajan los enviados especiales, puliendo mentalmente cómo abordará el gran día y cómo desarmar al noruego, que asiste en condición de novel. Lobo con piel de cordero. Ahí hay un magnífico jugador sobre tierra batida.
“Candidato en todos los torneos que juega sobre esta superficie”, subraya el español, el hombre que esta tarde puede convertirse, a sus 36 años, en el ganador más longevo del grande francés ―por delante de Andrés Gimeno, que triunfó hace 50 años cuando tenía 34― y eterno redentor. Le castiga el pie, llegó a París justo de ánimo y no consigue competir con la regularidad que le gustaría, pero la adversidad no encuentra la fórmula. No hay forma ni modo de tumbar al irreductible Nadal, que cerró el día anterior con mala cara, todavía con el susto en el cuerpo por el desagradable infortunio de Alexander Zverev en las semifinales ―“creo que tengo varios ligamentos rotos”, explicaba el sábado el alemán―, y que sea cual sea el problema, termina dando con la solución. Con todos ustedes, el Señor Lobo (Harvey Keitel en Pulp Fiction) de la raqueta. No importa lo que pase, que aquí estoy yo.
Por más inclemencia que tenga ante sí, especialmente en París, Nadal acaba sorteándola. Llegó sin apenas rodaje al torneo y desconsolado, pero llegó a tiempo. Rara vez no lo consigue. Sucedió en Australia, y ya se conoce el desenlace; puede ocurrir de nuevo en el Bois de Boulogne, pero falta la puntilla ante Ruud, 23 años, número seis del mundo, que irrumpe con toda la ilusión del mundo, buen tipo además, pero que mira al histórico y ya ha perdido el primer punto del partido: 13 finales de Nadal, 13 títulos. No hay margen de error, y muy escaso en todo el recorrido: 111 victorias y solo tres derrotas, por las 13 y 4 de él. Demasiada diferencia. O tal vez no, quién sabe. El tenis esconde mil trampas y mil sorpresas, así que en el equipo del mallorquín no se fían un solo pelo del nórdico. Porque nadie olvida al sueco demoledor: Robin Soderling, 2009. El piloto de alerta encendido.
“Diría que Ruud es el tenista con más juego de tierra que hay en el circuito. Es un juego que tiende a la extinción, después de que se hayan unificado las bolas y las pistas. Tenemos tenistas todoterreno, y él se sale un poco de eso. Veremos una batalla de fondo de pista, con intercambios largos”, augura el preparador de Nadal, Carlos Moyà, prevenido ante un rival engañoso. A Ruud no le iluminan los focos, pero si hay un tenista que maneje bien los códigos de la tierra ―desaparecido Dominic Thiem y fuera de combate Stefanos Tsitsipas, al margen de otros de perfil más modesto―, ese es él. El aplicado Ruud.
Un tenista al límite
En cualquier caso, tratándose de Nadal, una final y la Chatrier, el desenlace de este último episodio pasará fundamentalmente por cómo reaccione el balear, que va al límite e intenta aparcar el dolor, pero que acumula un desgaste considerable. En los tres últimos duelos, frente a Felix Auger Aliassime, Novak Djokovic y Zverev, invirtió en la pista la friolera de 11h 44m. Le toca, una vez más, sobreponerse en lo físico y lo anímico, aunque el estímulo es demasiado jugoso como para dejarlo escapar: si vence, atrapará su 14º trofeo parisino y su 22º de un Grand Slam.
“Le dio un poco de bajón. Normalmente se recupera de estas situaciones. Tenía un rival [Zverev] que, aun siendo un poco irregular, cuando está bien no te deja hacer muchas cosas. Sinceramente, yo no las tenía todas conmigo”, comenta Moyà. “Pero siempre esperas que Rafa saque algo de lo que no hay, aunque la situación no era fácil. Cada partido que salva es la transformación en otro jugador. Eso nos da mucha confianza en que puede superar las adversidades”.
Confía su entorno en que recupere y responda como suele. Tiene la inigualable capacidad Nadal de ir reinventándose sobre la marcha y de resolver las emergencias como costumbre. Lejos queda ya el registro único y ahora, ante el conflicto, abre el armario y cambia de traje como el camaleón. Tan fácil, tan difícil. “No me cansaré de decirlo. Esto es Roland Garros, este es Rafa Nadal. Así que a muerte”, apunta Moyà, que mira a la otra orilla y recuerda a Ruud: “Medirse con alguien superconsagrado no suele ser fácil”. Y prolonga el noruego: “Jugar contra él aquí es el desafío de los desafíos”.
La historia es cíclica, todo se repite. Todo vuelve. El cosquilleo, la convulsión del último día. Es el rey ante otra final. Lo veía el nórdico por la televisión, se retrataba con 14 años en la tribuna antes de aquella coronación de 2013 ante David Ferrer. “Sí, las he visto todas, y ahora estoy yo aquí”. Es Nadal y esa primera vez en París. 5 de junio de 2005. Y vuelve a estar ahí.
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