Maradona sin Maradona
Uno se atrevería a afirmar que al argentino lo aplastó la imagen agigantada de él mismo persiguiéndolo a todas partes
Un año lleva ya Maradona sin Maradona, la leyenda despojada del envase original, libre de las cargas y contratiempos que empañaban a cachitos la mayor epopeya futbolística jamás contada. Aquel Maradona humanamente desahuciado, el de los vídeos comprometedores y los vicios descontrolados, tampoco fue rival para el Maradona vestido de corto que transformó el juego a su imagen y semejanza: existe un fútbol antes de Maradona y luego está Maradona, que también es Messi jugando a ser Maradona pero con las cartas marcadas del libreto de Cruyff.
Pocos han retratado mejor la dimensión de esa leyenda que Paolo Sorrentino, napolitano devoto que situó al ídolo destruido en un lujoso balneario de los Alpes, rodeado de personajes de ficción que, como él, intentan reencontrarse con su mejor versión escapando de sí mismos en La juventud. Apoyado en el lateral de una piscina, Michael Caine, que interpreta a un famoso compositor musical, tranquiliza a un pequeño violinista sobre su posición natural a la hora de abordar el instrumento cuando Roly Serrano, el actor que da vida a Maradona, se acerca al niño y le dice: “yo también soy zurdo, como tú”. Tras un silencio que dura un par de segundos, y refuerza el asombro de los presentes, Paul Dano, que interpreta a un actor de Hollywood con síndrome del impostor, interviene en la conversación para poner un poco de cordura: “todo el mundo sabe que eres zurdo”. Con gafas de sol y una gorra que acentúa la decrepitud del dios, Maradona sonríe y contesta: “gracias”.
Quizás fuera eso lo que necesitaba aquel Maradona arrancado de los terrenos de juego en la primera de sus muertes: que alguien le recordase lo que era más allá de Maradona, del apellido, del mito. Un zurdo, sin más. O el zurdo, nada menos. No el hombre que dejó por el camino a tanto inglés. Ni el que devolvió el orgullo a todo un país. Solo el niño que agarró una pelota y la convirtió en un violín para cumplir sus sueños demasiado pronto: jugar un Mundial y ganarlo. “¿En qué piensas?”, pregunta una Claudia de celuloide en otra escena de la misma película. Ella le masajea los pies mientras Maradona otea el horizonte con la mirada perdida, imaginando una escena donde una representación onírica de compañeros y rivales lo saludan con la mano. “En el futuro”, responde.
Con la corta perspectiva que nos concede el año posterior a su muerte, uno se atrevería a afirmar que a Maradona lo aplastó la imagen agigantada de él mismo persiguiéndolo a todas partes, incapaz de gestionar una vida que sobrevino en una vejez precoz, asolado por la nostalgia de lo que pudo haber sido y -casi por desgracia, se podría decir- fue. Todo lo que vino después de aquel último partido fue un intento vano por ensanchar lo imposible, por agrandar lo que ya no tenía cabida física en el planeta entero y menos en un cuerpo de mortal: por seguir siendo Maradona después de haber sido Maradona. O quizá, todo lo contrario. Apenas la huida hacia adelante de una persona tan impresionada con su propia figura que intentó destruirse a sí mismo, incapaz de comprender qué carajo le envidiaba todo el mundo: la zurda, Diego; la zurda.
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