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UN AÑO DE LA MUERTE DEL GENIO ARGENTINO
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Maradona, el más gozoso

Todo en él era dificultad y logro, caída y redención. Eso fue el 10: la idea de que los golpes no te hunden, que se puede

Martín Caparrós
Diego Armando Maradona. Por Sciammarella
Diego Armando Maradona. Por Sciammarella

Será, está claro, cada vez más grande. Su figura rajada por el tiempo, sus gestos desdichados, su caída sin fondo se irán deshilachando en el recuerdo y quedará de él lo que en verdad importa: goles, gritos, la luz de su sonrisa despiadada.

No ha sido fácil. Hubo años en que no paraba de irritar: en que parecía dispuesto a hacer todo lo posible por desarmar su imagen, nuestro amor, los vínculos. Recuerdo, por ejemplo, en 2009, cuando la selección que dirigía se clasificó para el Mundial de Sudáfrica y él se vengó de los periodistas que lo habían criticado y se lanzó a insultarlos con órdenes explícitas. Yo entonces le escribí unas líneas en un diario: “El señor Diego mandó a los que lo cuentan y a los que lo critican —a todos nosotros— a chupársela o, incluso, mamársela. Yo creo, señor Diego, que si usted lo dice sabe por qué lo dice, y sólo quiero pedirle que se haga cargo de sus palabras. Nos pidió —nos ordenó— que se la chupáramos; aquí estamos, dispuestos a tomar sus órdenes como deseos o algo así. Sólo queda que usted fije día y hora, un lugar más o menos discreto —dentro de lo que cabe—, y varios millones nos pondremos en cola para ejercer, de uno en fondo, esa succión que usted comanda. Quizá nos lleve días o semanas: valdrá la pena complacerlo. Será nuestro último homenaje, por los buenos viejos tiempos. Después, si sobrevive usted a tanto respeto —ya no creo que podamos considerarlo amor—, olvídenos, váyase por favor adonde pueda y permítanos recordarlo como era cuando era Maradona. Digo: no siga destruyendo su memoria”.

Pero él siguió, insistió, extremó, murió [el 25 de noviembre de 2020]: nos dejó el trabajo de limpiarla —y encontrarle las justificaciones, las excusas—. Maradona fue un gran malabarista, un gran competidor, y fue un hombre de una inteligencia extrema que produjo frases memorables —”la mano de Dios”—, momentos memorables —el primer festejo de un futbolista con la cámara, Mundial 94—, definiciones memorables. Un hombre con una vida tan difícil: ser Maradona fue algo que nunca antes le había pasado a nadie.

Así que todo en él fue drama, o casi. Maradona nunca pareció, como sí Messi, seguro de nada. Allí donde Messi jugaba como si no tuviera que esforzarse, y sin esfuerzos aparentes conseguía lo que casi nadie, Maradona penaba, te mostraba a cada instante que lo que hacía era imposible. Diego Armando Maradona jugaba —y vivía— al borde del abismo, parecía siempre a punto de caer, y por alguna razón inverosímil —la suerte, el arte, el sueño— no se caía, lo lograba. Siempre a punto del desastre, tantas veces en la exaltación. Y eso le daba una conexión extraordinaria con los que nunca podemos, y un poder: el de hacerte creer que algo que empezaba muy mal podía terminar perfecto. Los caminos más cerrados se le abrían; trastabilleos y zancadillas podían, pese a todo, convertirse en gol: era alegría y alivio, una esperanza.

Todo en él se hacía en ese par: dificultad y logro, caída y redención. Eso fue Maradona: la idea de que los golpes no te hunden, que se puede. El goce, al fin y al cabo, es hacer eso que parecía imposible. Y así se fue volviendo un símbolo, una síntesis. Entonces, por completar el mito, lo inventaron rebelde. No fue fácil. Maradona fue un hombre cuya relación con el poder se cuenta en tres palabras: siempre estuvo cerca. Se hizo fotos con todos: no hay presidente argentino, líder ñamericano, político de alguna relevancia que no tenga una foto donde él y Maradona se sonríen, se celebran. Vivió pegado a los jefes, siempre dispuesto a entregarles las sombras de su nombre a cambio de alguna prebenda. A —el presidente argentino— Carlos Menem se las dio para que le mejorara la situación judicial en sus causas por drogas; a —el amo cubano— Fidel Castro se las facilitó para que le ofreciera un techo y unas palmas y unos muslos amables; a ciertos jeques árabes y nababs bielorrusos y jefes sinaloenses para que le prestaran una vida.

Y, sin embargo, ahora lo construyen como un héroe rebelde. Los argentinos somos tan buenos para inventarnos grandes muertos: los dos mayores son, sin dudas, Eva Duarte de Perón y Ernesto Guevara de la Serna, pero hay también otros menores como Néstor Carlos Kirchner y Jorge Mario Bergoglio. El proceso es largo y exigente: los vamos mejorando, acomodando, retirando los jirones de carne y puliendo los huesos, sepultando su vida para perfeccionar su muerte. Maradona fue un multimillonario que vivió como un multimillonario, de yate en jet, de rolls en maserati, y todo con la plata de sus fans, pero lo recordamos tan rebelde.

Y lo consideramos —se dice, se repite— “el argentino más importante del siglo”. Lo justificamos diciendo que nos dio alegría o que no hay ninguno más conocido —y confundir famoso con importante es un rasgo decisivo de la época—. Maradona es un señor que no cambió las vidas: que las distrajo de su tedio, que las hizo más soportables por un rato, pero un futbolista es fundamentalmente inocuo. Un futbolista no produce nada salvo la ilusión de identificarse con él y con su equipo: esa emoción vicaria de ver que “los nuestros” consiguieron algo “para nosotros”. Y, si acaso, ese modelo: millones de jovencitos que querrían ser como ellos, ganar como ellos, venderse como ellos, salvarse solos como ellos, poseer coches y culos y brishos como ellos, triunfar en la vida como triunfan ellos.

La Argentina solía ser un país —para bien y para mal— tan racional. Su escritor emblema era Jorge Luis Borges, no Federico García Lorca: teoremas, no canciones. Ahora la Argentina —millones de argentinos— lleva unas décadas suponiendo que hay algo que llaman pasión y que aventaja con mucho a la razón, que es más “auténtico”, más “nuestro”. Se manifiesta en todos los campos, pero el fútbol —la “pasión por el fútbol”— es la apoteosis de esa idea: algo que acelera el corazón y produce la sensación de que te cambia algo cuando no cambia nada.

Y Maradona fue, faltaba más, la apoteosis del fútbol. Maradona fue un héroe de este campo contemporáneo de batalla que no es un campo ni batalla: este simulacro que nos viene tan bien para creer que somos lo que por suerte no somos ni de lejos. Maradona fue, en eso, extraordinario: quién no hubiera querido ser como él, hacer lo que él. No se puede y entonces lo miramos.

Maradona fue, más que nadie, uno que ofrece un espectáculo: uno que hace que todos los demás se sienten a mirarlo, se queden sentados a mirarlo, ni participen ni hagan nada que no sea admirarlo. Es una idea del mundo, y pensar que ese actor es “el argentino más importante de estos tiempos” es toda una definición de la Argentina y de estos tiempos, de los rigores del invierno.

Pero supongo que es, en esta sequía, inevitable. Poco a poco, decíamos, el recuerdo de sus caídas se irá desvaneciendo y quedarán las glorias, las glorietas, las que supieron producir esos momentos de gozo tan intenso. Decir que Maradona fue el mejor o el casi mejor o el apenas peor es una tontería: no hay baremos, cualquier baremo se desarma. Pero sí está claro que fue el más dramático y, en este simulacro que se pretende drama, no hay cualidad que se disfrute más, que más se goce: será, entonces, si todo sigue así, el jugador más gozoso, el más gozado de la historia. El título le calza y sospecho que incluso, quizá, le habría gustado. Aunque sin duda, argentino al fin, habría encontrado algo que objetarle.

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