Los códigos de Nueva York
Aquí no se concibe el tenis como espectáculo deportivo, sino como un ‘show’ en el que el espectador participa con enorme estruendo y en el que logra su momento de gloria
Acabó el recorrido de Carlos Alcaraz en el torneo de Nueva York y supongo que el único beneficiado español debo ser yo, ya que cayó ante Félix Auger-Aliassime, por el que estoy yo aquí, en el US Open. El canadiense, que acaba de cumplir 21 años, tiene algo más de experiencia en la competición y está algo más consolidado que el murciano.
Está, por lo tanto, dentro de lo normal que el norteamericano fuera algo superior en el set y medio que jugaron, a pesar de que el español nos deleitó con golpes y puntos brillantes. En el transcurso de la segunda manga Carlos notó ciertas molestias en el aductor que le impidieron continuar con el partido. El joven tenista habrá acusado el esfuerzo realizado durante sus últimas jornadas de competición. No debemos olvidar que sus dos últimas victorias, contra Stefanos Tsitsipas y contra Peter Gojowczyk, se resolvieron en cinco sets, lo que unido a las tensiones y emociones que ha vivido durante esta semana y media habrán hecho comprensible mella en su estado físico.
A pesar del normal nerviosismo que se vive cuando estás en el box de un jugador, y más cuando te acercas a las rondas finales del torneo, uno no deja de observar, entre juego y juego, lo que acontece fuera de la pista. Y si esta es la Arthur Ashe y el torneo es el grande neoyorquino, es imposible abstraerse y estar concentrado única y exclusivamente en el partido. El US Open tiene la personalidad del sitio donde se disputa y, por muchos años que haya acudido, jamás han dejado de sorprenderme toda una serie de peculiaridades que, lejos de moderarse con el tiempo, van más bien en aumento.
Mis primeros contactos con el tenis a nivel profesional fueron en el Conde de Godó, cuando yo vivía en Barcelona y entrenaba en Club de tenis que sigue acogiendo el clásico torneo. En aquella época, sobre todo, la discreción y el silencio del público durante los intercambios era casi sepulcral e, incluso, entre juego y juego había una especie de respetuosa contención para no desconcentrar a los jugadores, de quienes se esperaba que fueran los únicos protagonistas del evento.
En Estados Unidos, actualmente al menos, no se concibe el tenis como espectáculo deportivo, sin más. Esto es un auténtico show en el que el espectador participa en todo momento con enorme estruendo, incluso durante los intercambios, y en el que consigue su momento de gloria particular en dos circunstancias que todo el estadio celebra con ensordecedores aplausos y jolgorio: que se le escape una bola a un jugador y se la quede alguien sentado en la grada (nunca he entendido para qué), con el consiguiente inconveniente de tener que proporcionar otra, siempre algo distinta, a los tenistas. O la fortuna del asistente que logre ser enfocado por la cámara y ver su imagen proyectada en las inmensas pantallas que coronan el perímetro del estadio.
Durante todo el último partido, por mucho que me hubiera empeñado, no habría dejado de captar mi atención una señora que rondaría mi edad, si no unos años más, haciendo todo tipo de aspavientos, muecas y bailecitos persiguiendo que el realizador, por fin, la enfocara. La pobre no lo consiguió.
Desconozco si la señora en cuestión irá al próximo partido de Auger-Aliassime. Pero si es así, sería un alivio que saliera en la pantalla a inicios del encuentro y que yo pudiera despreocuparme del tema y centrarme en la semifinal contra Daniil Medvedev, que no es ninguna broma.
Puedes seguir a EL PAÍS DEPORTES en Facebook y Twitter, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.