“Que somos el Real Madrid”
Serán los ecos del ‘mourinhismo’, pero la queja y el victimismo se han incrustado en el imaginario merengue como parte troncal de su nueva naturaleza
Si yo fuera madridista –mis padres me hicieron las pruebas de pequeño y se descartó al noventa y nueve por ciento– evitaría por todos los medios disfrazarme de equipo pobre en estas semifinales de la Liga de Campeones. La tentación está ahí y es muy golosa, me consta, pero al mismo tiempo da que pensar: ni es el estilo del Real Madrid, ni es necesario y, por supuesto, no se lo iba a creer nadie más allá de Plaza Castilla salvo que Miguel Bosé esté en lo cierto y las vacunas anticovid escondan algún nanochip de control mental.
Los éxitos del equipo blanco me disgustan solo a medias porque, entre otras muchas razones, tengo una madre descarriada, unos amigos abrazados al credo madridista desde niños y la memoria de mi abuelo muy presente. El madridismo de aquel hombre sería algo muy poco habitual en estos tiempos, seguramente porque no vivió lo suficiente como para ver su dominio amenazado por los messiniestas, al menos en el terreno doméstico. Nunca se quejó de nada, jamás se ponía nervioso antes de un partido y, por supuesto, no reconocía al Barça o al Atleti como rivales dignos de su Madrid, más bien los miraba como ese viejo que se asoma a la ventana y descubre a dos chiquillos compartiendo el primer pitillo, embriagados de nicotina, alquitrán y falta de madurez. Lo suyo era, en definitiva, una especie de madridismo irónico y como tal se comportaba.
“Son mis hijos y los querría aunque votaran al Partido Comunista”, decía cuando alguno de los clientes le daba el pésame por haber criado a dos hijos culés. Ellos, mi padre y mi tío, peleaban por encontrar su sitio en el mundo y, por qué no decirlo, también entre aquellas cuatro paredes que obligaban a buscarse las habichuelas jugando siempre en campo rival: la taberna era la sede de la peña madridista Os Palanquíns y el abuelo ejercía de presidente, secretario, tesorero y portavoz. También como guardián de las esencias, motivo por el cual les tenía prohibido colgar de los sagrados muros cualquier tipo de simbología blaugrana. Y así fue hasta que, cierto día, aprovechando una derrota estruendosa del equipo catalán la noche anterior, se presentó a trabajar con una pequeña tablilla de madera que colocó sobre la cafetera y en la que se podía leer la siguiente inscripción: “silencio, estamos saboreando los triunfos del Barça”.
Qué quieren que les diga: me cuesta imaginar a mi abuelo devorado por esta vorágine de humildad repentina –y mal entendida– en la que parece haberse instalado una buena parte del madridismo de un tiempo a esta parte. Supongo que serán los ecos del mourinhismo, que todavía resuenan, pero la queja y el victimismo se han incrustado en el imaginario merengue como parte troncal de su nueva naturaleza, casi como un liquen. La última blasfemia tiene que ver con el dinero que se gastan los demás y, en especial, los ahora conocidos como clubes-estado. Pues bien, yo imagino al abuelo diciendo algo así como “nosotros ya nos gastábamos 300 millones en un verano cuando el jeque aprendía a caminar”. Y a disfrutar de lo que está por venir, “que somos el Real Madrid”: cinco palabras para enfrentarse a todo, nunca necesitó muchas más.
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