Tipos que duran
La Superliga argentina está empobrecida, como todo el país, y tiene que arreglarse con lo que hay, igual que en Cuba siguen circulando automóviles estadounidenses de los años 50
Nunca se supo con certeza qué palabras pronunció Diego Armando Maradona el 5 de junio de 1986, cuando, en una semifinal del Mundial de aquel año, Ricardo Enrique Bochini se acercó a la banda para saltar a la cancha. Quedaban cinco minutos de partido, Argentina dominaba a Bélgica por 2-0 y la albiceleste acariciaba ya el campeonato. La seguridad de aquella selección, que llegó a México casi desahuciada y creció durante el torneo hasta sentirse imbatible, se había construido sin Bochini. El genio de Independiente permaneció siempre en el banquillo, salvo por esos cinco minutos. Pero nadie había dejado de admirarle. Tampoco Maradona, para quien era un ídolo y un ejemplo. El futbolista que dominó aquel Mundial trotó hacia Bochini y le expresó su respeto. ¿Qué le dijo? Según unos, la frase fue: “Bienvenido, Maestro, le estábamos esperando”. Según otros, la cosa fue más simple: “Dibuje, Maestro”.
Bochini es, tal vez, el futbolista más infravalorado del fútbol mundial. No en Argentina, claro, y mucho menos en Avellaneda. Quizá porque desarrolló toda su carrera (19 años) en Independiente, con el que lo ganó todo, y no jugó en Europa. Quizá porque era pequeño, calvo y andaba raro. Quizá por su carácter razonable. El caso es que Bochini difícilmente figuraría en una lista de los diez mejores de todos los tiempos. Y, sin embargo, lo merece. No solo era un mago con el balón: de esos hay bastantes. Tenía algo mucho más raro: entendía el juego, conocía el porqué de cada detalle en el complejísimo baile de movimientos que compone un partido, adivinaba dónde debía estar el balón antes que cualquier otro.
La carrera profesional de Bochini terminó a los 36 años, el 5 de mayo de 1991. Independiente jugaba contra Estudiantes. Pablo Erbín, el lateral zurdo del segundo equipo, pateó violentamente la rodilla de Bochini y acabó con todo. El Maestro de Independiente restó importancia al asunto y comentó que ya le tocaba retirarse. Pero aún le quedaba fútbol. El 25 de febrero de 2007, con 53 años, jugó una eliminatoria en categoría regional con Barracas Bolívar. Estuvo 42 minutos sobre el césped. Y ganó.
Ese último dibujo del Maestro fue un caso extremo. Pero se da un curioso fenómeno de longevidad entre los futbolistas argentinos. Ahora mismo hay en la Superliga casi un centenar de jugadores con más de 35 años. Algunos ejemplos: Cubero, defensa y centrocampista de Vélez Sarsfield, tiene 40; Guiñazu, mediocentro de Talleres, tiene 40; Mercier, volante de Tucumán, tiene 39; Bastia, centrocampista de Colón, tiene 40; Maxi Rodríguez, de Newell´s, tiene 38; Braña, centrocampista de Estudiantes, cumplirá 40 en marzo; Luna, ariete de Tigre, tiene 37. Christian Gómez, centrocampista de Chicago (un equipo con todos los números para jugar en Primera la próxima temporada), tiene 44. No contamos a los porteros, cuya carrera suele durar más. Pero citemos a Sebastián Bértoli, que a los 41 años es guardameta de Patronato y, además, concejal peronista en Paraná.
Eso es la falta de plata, dirá el lector. La Superliga argentina está empobrecida, como todo el país, y tiene que arreglarse con lo que hay, igual que en Cuba siguen circulando automóviles estadounidenses de los años 50. Hasta cierto punto, es cierto. Pero ha habido épocas más boyantes y los futbolistas también han durado. Y aunque ahora no sobre el dinero, el fútbol argentino, con todos sus ancianos, domina últimamente la Copa Libertadores.
Recordemos, ya puestos, el caso definitivo: Alfredo di Stéfano. Se retiró a los 40, con el Espanyol de Barcelona, ya muy disminuido. En 1960, sin embargo, disputó la famosa final Real Madrid-Eintracht de Fráncfort, un partido maravilloso que concluyó 7-3 y dio a los merengues su quinto título continental. Di Stéfano marcó un triplete y, además, se movió por todo el campo. Ese día fue el futbolista completo. Y estaba a punto de cumplir 36.
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