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Mundial Rusia 2018
Columna
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Al menos perdió el PRI

Siete veces seguidas ya, desde Estados Unidos 94, que nos estancamos en octavos de final

Antonio Ortuño
Aficionados mexicanos durante el partido contra Brasil.
Aficionados mexicanos durante el partido contra Brasil.FREDERIC J. BROWN (AFP)
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Adiós, pues. Nos vamos del Mundial en octavos, con esa persistencia asombrosa que nos caracteriza. Siete veces seguidas ya, desde Estados Unidos 94, que nos estancamos en el mismo punto del camino. Ese que parece nuestro sitio natural: los pinches octavos. Ni Mejía Barón, ni Lapuente, ni Lavolpe, ni Aguirre (dos veces), ni el Piojo, ni el controversial Osorio (que ha pasado de odiado a reverenciado y a odiado de nuevo, y quién sabe en qué papel quede, porque parece que se va) ni ningún entrenador ha podido llevarnos un partido más lejos. Tampoco los jugadores. Ni Hugo, ni Rafa, ni Campos, ni Chicharito, ni Guardado, ni Zague. Se acabó el torneo para nosotros y quedan, otra vez, nomás estadísticas y recuerdos. O sea: muy poco.

Lo dijo un personaje de Tolkien: es duro asistir a un banquete y quedarse con hambre. México tiene una afición por el futbol inmensa, arraigada, entrañable, pero la victoria definitiva, la que recompense tanto apasionamiento y lo justifique, nos elude. No tenemos esa carrera de Maradona quitándose a todos los ingleses del planeta de en medio. No tenemos ese pasecito casi tierno de Pelé a Carlos Alberto. No tenemos ese zapatazo de Iniesta en los tiempos suplementarios. Para saber lo que es algo así, abusamos de la empatía. Ya se observó que quizá compramos tantas camisetas de clubes lejanos y selecciones ajenas porque queremos sentir lo que se siente ganar, así sea de modo postizo, y así es como abundan por acá tantos clones de culés, madridistas, alemanes, argentinos, franceses...

Ay. Ya se impone la nostalgia a brevísimo plazo: durante las últimas semanas, la selección mexicana pasó del escepticismo y la rechifla al centro del escenario y opacó todo lo que ocurría por estos lares. Incluso las campañas electorales, en las que llevábamos empecinados el año entero, palidecieron. Más se habló, desde aquel glorioso juego contra Alemania, del Chucky, Memo, el Chícharo, Vela y Layún, que de cualquiera de los políticos que contendían por la presidencia y miles de cargos públicos. Hoy, ya eliminados, sucede justamente lo contrario. La derrota ante Brasil (sufrida, ríspida, casi heroica, pero derrota, al fin) marca el punto final de la travesía del equipo mexicano en el Mundial de Rusia 2018 y deja a la política, de nuevo, reina absoluta de la tribuna nacional.

Seamos sinceros: no fue, para nosotros, un Mundial peor que los anteriores. Pudimos festejar un par de victorias notables y, al menos, no volvimos a las primeras de cambios, como vaticinaban los pesimistas (esa calaña de alérgicos a la playera verde, que encuentran una felicidad sádica en burlarse de la fe de los demás). Salimos a la calle para festejar los triunfos ante el equipo que era el campeón del mundo vigente y también ante Corea del Sur que, paradojas de la vida, acabó dándonos la alegrada de ganarle a su vez a Alemania para asegurar nuestra clasificación. Celebramos ese juego ajeno, claro, como victoria propia. Y nos volvimos locos: manteamos al embajador coreano en México y llenamos la red de memes cariñosos para los asiáticos, que se quedaron bastante alucinados con nuestras reacciones. En fin. Fueron días de ensueño. Se hablaba de que Chucky iba para el Barcelona, Herrera al Real Madrid, de que Memo Ochoa seguro ganaba el Guante de Oro. Hasta Maradona, que en general nos odia y dijo que no merecíamos la sede compartida del mundial de 2026, declaró que le había gustado el funcionamiento de México y que el equipo era "eléctrico". Pero la energía se nos apagó. Baste un dato para comprobarlo: nos vamos del Mundial recibiendo seis goles consecutivos, sin respuesta, en los tres últimos juegos.

En fin. Cambió la marea. Las playeras verdes se van de vuelta al cajón. La selección, como el apoyo a los damnificados por los terremotos, nos dio cierta unanimidad temporal. Pero ya pasó. Ahora vendrá la fricción del cambio político. Porque mientras la selección se batía en las canchas de Rusia, el país dio un vuelco en las urnas. Lo único que queda, me temo, es un sentimiento espantoso de reseca. Una cruda enorme de la borrachera de sentimientos, gritos y bramidos que acabamos de pegarnos. Brasil, con su juego genial a cuentagotas y su teatro del absurdo de dolores fingidos y faltas inventadas, nos dejó sembrados en el mismo lugar de siempre. Habrá que esperar a que el tiempo asiente las cosas antes de lucir la cicatriz de la nueva derrota. Y esperar lo que venga. Pero para el próximo Mundial faltan cuatro años y medio, porque es en Qatar y se jugará en diciembre... Es tanto tiempo que ni vale la pena hablar de ello. Ya llegará. Entretanto, nos quedamos nomás con una vaga tristeza y esa nostalgia por lo imposible que se recicla, entre nosotros, una y otra vez. ¿Llegará el día en que podamos festejar un triunfo sin llevar encima una playera prestada?

Pero animémonos. Al menos perdió el PRI.

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