Golazos de la Transición
Tras un raquítico franquismo, el estallido surgió en los Juegos Olímpicos de 1992, donde España se hizo con 27 medallas. El deporte estaba lanzado y pasó de la nada al todo
Un equipo de hípica, otro de hockey hierba, un tirador y un boxeador: dos platas y dos bronces. Esa fue toda la cosecha olímpica durante la dictadura franquista, tiempos en los que el deporte padeció la mísera autarquía de un régimen que solo entendió el fenómeno en dos direcciones. Primero, como un asunto tan impío que requería un estricto control. No por casualidad, el general Moscardó fue el elegido para ser presidente del birrioso Comité Olímpico Español y el delegado nacional de Deportes. Para evitar fisuras, su caudillaje se reforzó desde la Sección Femenina. Nada hubiera sido más grave que calara entre las mujeres un ejercicio que para la nomenclatura del Pardo tenía “efectos masculinizantes”. Como prueba, el atletismo femenino no fue bendecido hasta 1961. El mando solo aflojó las riendas cuando a finales de los cincuenta reparó en que tenía una veta propagandística con el Real Madrid, que comenzaba su leyenda en la Copa de Europa, y el Tour logrado por un Águila de Toledo, Federico Martín Bahamontes. Una forma de anestesiar al pueblo.
En la última década dictatorial brotaron por inspiración divina quijotes como Manolo Santana, Mariano Haro, Ángel Nieto, Paquito Fernández Ochoa…
El eco del deporte se extendió con la televisión ya en los sesenta, cuando el fútbol amplió su monocultivo con la victoria en la Eurocopa del 64, en el Bernabéu, con Franco presente y ante a un puñado de comunistas soviéticos tenidos por belcebús. Fútbol, fútbol y más fútbol, con focos para el boxeo, el ciclismo y la sección de baloncesto madridista, guiones para el No-Do. En la última década dictatorial brotaron por inspiración divina quijotes como Manolo Santana, Mariano Haro, Ángel Nieto, Paquito Fernández Ochoa… Ninguno fue una derivada de la rancia política deportiva de entonces, sino fruto del talento individual, la cabezonería y el valor. En época tan rupestre, todos ellos se lanzaron por atajos imposibles. Sin saberlo, fueron los primeros letristas del hoy tan cacareado “sí, se puede”. Basta fijarse en otro prodigio de la naturaleza, otro intrépido para la eternidad. Las gestas de Severiano Ballesteros llegaron justo en el posfranquismo, en un territorio aún virgen en tantas y tantas disciplinas, entre ellas el golf, una marcianada en el ruedo ibérico de finales de los setenta. Por ello, Seve siempre lamentó el reconocimiento tardío en su propia cuna. No así entre los británicos, que entronizaron como a un “sir” a este cántabro desconfiado y con vocación de profeta.
Cualquier estudio demoscópico actual sobre el deporte español y su valor como divisa requiere rebobinar a aquel 20 de noviembre de 1975, cuando el sector era la nadería. El ilusionante y alborotado aperturismo democrático no solo provocó una onda expansiva cultural. El deporte no se quedó al margen de la movida. El sector se descentralizó, Comunidades Autónomas y Ayuntamientos asumieron el mecenazgo y ordenamiento, surgieron los Patronatos Deportivos y, por primera vez, aunque fuera de reojillo, algunas firmas comerciales exploraron la vía del patrocinio. Sobre esa ola, aun de forma precipitada, los primeros Gobiernos democráticos abrieron las fronteras de par en par y se embarcaron en aventuras colosales: el Mundial de Fútbol de 1982, y los Mundiales de Baloncesto y Natación de 1986. El deporte como principal ventana exterior para mostrar a un país encandilado con su mudanza, necesitado de una mirada ajena que verificara sus incipientes avances. No todo fueron aplausos, sobre todo para el evento futbolístico, con tachas organizativas y no digamos deportivas, con una España errática para desconsuelo de una hinchada que de nuevo metabolizó el pesimismo crónico hasta el hueso. El gran flechazo estaba por llegar.
Entre los cinco Tour del inmortal Miguel Indurain, un maravilloso “rompesiestas” y “vacía playas”, el arquero paralímpico Antonio Rebollo prendió el pebetero de Montjuïc, el 25 de julio de 1992. España sumaba 27 medallas desde su primera participación en unos Juegos, los de 1900 en París. Migajas. Juan Antonio Samaranch, dirigente curtido en el caladero franquista, movió los hilos entre la plutocracia del COI para que Barcelona se convirtiera en la gran pantalla de la modernidad española. Los Juegos superaron con creces las previsiones más optimistas, resultaron una oda a la felicidad de todo un país atónito ante la catarata de medallas locales, las pocas previstas más el montón de imprevistas. El júbilo fue absoluto, incluso el 8 de agosto, con el oro en fútbol, la última vez que una selección española ha pisado el Camp Nou. Ningún premio fue tan impactante y conmovedor como el oro de Fermín Cacho en los 1.500 metros, atletismo con mayúsculas desconocido para España. El país demostró no solo una gran capacidad organizativa, sino un despegue deportivo de dimensiones impensables. Un botín de 22 medallas. Y lo que no fue baladí, quedó la primera constancia de que después del fútbol había vida. Los podios llegaron en 12 disciplinas diferentes.
Los Juegos de Barcelona 92 superaron con creces las previsiones más optimistas, resultaron una oda a la felicidad de todo un país atónito ante la catarata de medallas, 22
Con muchos años de retraso respecto a los pueblos de su entorno, España selló en Barcelona otro hecho histórico. Meses después de que Blanca Fernández Ochoa se convirtiera en los Juegos de Invierno de Albertville en la primera medallista española (bronce), Miriam Guadalupe Blasco Soto, yudoca vallisoletana, se convirtió en la primera mujer en colgarse una medalla en unos Juegos de Verano, ¡y de oro! Un homenaje, un brindis solemne y merecidísimo por aquellas heroínas adelantadas a su tiempo que fueron capaces de escapar de las mazmorras sociales, como Lili Álvarez, tenista que llegó a los cuartos de final en París 1924. Y por la gloriosa Mari Paz Corominas, finalista olímpica en los 200 espalda de México 68.
En Barcelona 92 empezó todo. Ahí comenzó a alumbrarse una generación de deportistas que, como la mayoría de los jóvenes españoles, se había sacudido los complejos. Atletas que no se rajaban ante rusos, alemanes o estadounidenses. España entendió que debía importar entrenadores, que la tecnificación era necesaria. En paralelo, el deporte se convirtió en una actividad multitudinaria, tanto por la clientela pasiva (hinchas de estadios y adictos al sofá) como activa, de sudor propio. Con esta permeabilidad social, emergió otra prole todavía más descarada, gente que llevaba desde el parvulario dejando huellas en las principales batallas internacionales, como los júniors de oro del baloncesto, los Xavi y Casillas que conquistaron el Mundial Sub 20 de 1999, el Fernando Alonso que aceleraba como pocos en las pruebas de karts, el Nadal que se proclamó en Francia campeón del mundo juvenil. El mismo Nadal que a los 17 años ya estaba entre los 100 mejores tenistas del mundo, lo que solo había logrado a esa edad Michael Chang. De repente, España estaba en la cima, con el deporte como su póliza más distintiva. El balonmano, el waterpolo, el hockey, el motociclismo… Confetis y más confetis. Solo faltaba el fútbol, el niño más mimado.
La selección, con un marcado carácter civil, ajena a la caspa y a los cutreríos patrios, se sacudió la primaria furia y abundó en las raíces del Barcelona germinado 15 años atrás por Johan Cruyff. La pelota como santo grial y unos locos bajitos acariciándola. España se tiñó de rojo con los triunfos en dos Eurocopas y un Mundial, lo que provocó una vibrante y masiva invasión callejera. El pueblo boquiabierto: ¿Quién hubiera apostado un céntimo a que uno de los suyos ganaría de cabeza a los alemanes? Eso hizo Puyol en la semifinal de Sudáfrica, antes de los milagros de Casillas e Iniesta en la epopeya final. A los tronos de la selección se añadieron las nuevas celebridades europeas del Barça, el Madrid, el Sevilla… La Liga como vehículo del gran pulso mundial: Messi/CR, tertulia infinita en todos los rincones del universo.
Por fortuna, pese a una crecida aún mayor del fútbol, el resto de deportes no se enquistaron. No solo se mantuvieron en la élite, sino que del inmenso manantial fluyeron nuevos paladines en pasarelas sin fundamento alguno, caso de Carolina Marín en bádminton y Javier Fernández en patinaje. España, transformado en una infinita cartelera polideportiva. Entre los deportes de mayor visibilidad, ahora el barbecho solo se advierte en el voleibol, el rugby, el esquí y ese declinante atletismo español.
Hoy, sobran motivos para el orgullo. Y uno muy especial, quizá el mayor logro de todos los logros: el inconmensurable estirón femenino, incluido el fútbol, que ya ha disfrutado de su primer Mundial. Valga Londres 2012 como muestra: España acudió con 168 hombres y 114 mujeres, pero ellas coparon más medallas que ellos, con la divina Mireia Belmonte como tótem. De hecho, pese a su sangrante retraso deportivo, las mujeres ya pueden presumir de haber contribuido al 25% de los metales olímpicos. Ellas, con predecesoras como las antes citadas más las gozosas Carmen Valero, Arantxa Sánchez Vicario, Conchita Martínez, Joane Somarriba y tantas y tantas, deberían compartir el gran póster moderno del deporte junto a una pancarta para la posteridad: el salto de los hermanos Gasol en el último All-Star de la NBA, un brinco al olimpo en uno de los territorios prohibidos con los que los españolitos no soñaban ni por asomo hace un parpadeo. Momentazos para el archivo de este tesoro en el que se ha convertido el deporte para España. Sí, para una España que había ganado 12 medallas en los primeras 18 ediciones de los Juegos –de Atenas 1896 a Montreal 76 incluido- y ha encadenado 119 en los nueve siguientes –de Moscú 80 a Londres 2012-. Deportistas con talento y sacrificio, con David Cal, el antidivo, como abanderado. Sus cinco medallas son el resultado de una vida de seminarista en compañía del murmullo de los ríos.
Un viaje lunar desde un régimen tan cavernario como poco deportivo. Por suerte, son muchos los golazos de esta Transición de la nada al todo.
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