Un fracaso colectivo: Benidorm Fest y la cultura de la anécdota
Como ya pasó con ‘Operación Triunfo’, el concurso televisivo no nos ha dejado ver que el bosque de la música española, tan rico y variado, es una industria en estado de alarma absoluta, a la que pocos prestan atención
Al igual que en El hombre que mató a Liberty Valance se afirmaba que en el viejo Oeste, cuando la leyenda se convierte en un hecho, hay que quedarse con la leyenda; actualmente, se podría decir que en España, cuando la anécdota se convierte en cultura, hay que quedarse con la anécdota. Benidorm Fest, el concurso televisivo para elegir al representante español para participar en Eurovisión, ha sido la última constatación de que la cultura no importa más que la anécdota. O lo que es lo mismo: que vivimos instalados en la cultura de la anécdota, un conjunto de eventos y sucesos que captan toda nuestra atención con el énfasis de lo noticiable, pero que sirven para ocultar las partes más oscuras de la realidad cultural.
Define el diccionario de la RAE que anécdota es un “relato breve de un hecho curioso que se hace como ilustración, ejemplo o entretenimiento”. Y define a cultura como “conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico”. De alguna manera, la cultura de la anécdota es aquella en la que el juicio crítico se ejecuta sobre eventos de entretenimiento de relato breve, esporádicos y muy mediáticos, tan dirigidos para la distracción que se olvida, como dice el refrán, que detrás de los árboles hay bosque, aunque este sea un páramo preocupante.
Una vez más, como ya pasó con Operación Triunfo, Benidorm Fest no nos ha dejado ver que el bosque de la música española, tan rico y variado, es una industria en estado de alarma absoluta, a la que pocos prestan atención. De esta forma, el juicio crítico solo importa para votar al mejor concursante y generar sobre eso casi otra insoportable guerra cultural entre ganadoras y perdedoras, pero nunca para reflexionar, denunciar o mostrar cuál es el estado de las cosas, es decir, cómo es de grave la agonía de una industria discográfica tristemente renqueante y otra del directo tremendamente sufriente por los conciertos cancelados, la improvisación y el miedo. Y algo más y todavía más sangrante: cómo de perversa es siempre la competición televisiva.
Cuando las pantallas son el gran prisma a través del cual se pone en valor a la música, suele suceder que esconden una trampa. Una trampa a la vista de todos, pero oculta gracias al truco de magia del gran y entretenido evento. Observar la música a través de un espacio televisivo tan interesado comercialmente como Benidorm Fest es reduccionista y peligroso. Tan peligroso como que ahora nos estamos enterando de que el supuesto tongo de la canción de Chanel guarda intereses ocultos sobre su triunfo sobre las demás candidatas. Nada nuevo bajo el sol: ya sucedía con cada edición de Operación Triunfo. Intereses comerciales con los derechos de autor y tinglados entre grandes discográficas servían para colocar sus canciones en ese escaparate de lujo llamado televisión pública. Eso es: a la vista de todos, pero sin que nadie lo frene. Benidorm Fest y Operación Triunfo, por tanto, son el mismo lobo con distinta piel de cordero. Y el gran problema es que nos da igual lo que hagan los lobos o, al menos, y evidentemente, lo que hagan los lobos con la cultura, con la música.
Más allá del supuesto amaño y de que algunas composiciones tenían mensajes y contextos más valiosos que otras, poco importa si era mejor la canción de Chanel o Rigoberta Bandini o cualquiera de las demás. La máquina tragaperras ha vuelto a funcionar a todo trapo. Benidorm Fest, como Eurovisión, es la máquina tragaperras, y no solo porque todo el país pueda echar monedas a base de mensajes de texto que costaban 1,45 euros. Es un invento que capta nuestra atención para convencernos de que podemos ser partícipes del gran concurso, más aún desde que las redes sociales parecen que nos hacen partícipes de la vida. Pero no. Más bien es otra trampa para liberar dopamina, la llamada hormona del placer y de la recompensa, para ver si conseguimos gratificaciones en un mundo falto de ellas. Y, en concreto, en un mundo donde el concurso está amañado de antemano. Siempre lo estuvo. Y, mientras tanto, su lógica es tan determinante como triste: uno gana y los demás pierden.
Vivimos instalados en la cultura de la anécdota y eso nos resta juicio crítico para todo. ¿Qué es más importante formar parte del evento y de la conversación pública de entretenimiento o denunciar las grietas del sistema? ¿Qué es más importante evadirse o recordar el negocio conchabado? Cantaba el gran Gil Scott-Heron que “la revolución no será televisada”, y es imposible a día de hoy llevarle la contraria, pero ya podemos saber lo que sí está siendo retransmitido en riguroso directo: el frenesí revolucionado de los eventos. O lo que es lo mismo: el éxtasis de la cultura de la anécdota y todos queriendo participar de ella como si realmente nos perdiésemos algo importante por no hacerlo. Volverá este éxtasis a pasar con Eurovisión. O con la nueva entrega de Operación Triunfo o lo que sea que se inventen para engancharnos a la tragaperras. Nunca dará pleno de diamantes, o sí, pero qué más da. Se trata de engancharse a algo durante unas horas, unos días, sin importar que la cultura es un conjunto de conocimientos mayor y más poderosos que suelen enfrentarnos a nosotros mismos y a nuestros propios intereses. Empuja en una dirección que nada tiene que ver con una victoria de una competición.
Escribía el ensayista William Deresiewicz en su fundamental libro La muerte del artista: “¿Sobrevivirá el arte? No me refiero a la creatividad, o a cosas como componer música, hacer dibujos o contar historias. Siempre hemos hecho esas cosas y siempre las haremos. Me refiero a un determinado concepto de arte -el Arte en mayúsculas- que ha existido desde el siglo XVIII: el arte como un reino autónomo de construcción de significados, no subordinado a los viejos poderes de la Iglesia y el rey o a los nuevos poderes de la política y el mercado, no sometido a ninguna autoridad o ideología ni a ningún amo. Me refiero a la noción de que el trabajo del artista no es entretener al público o halagar sus creencias, no es alabar al Señor, al grupo o a una bebida deportiva, sino declarar una nueva verdad. ¿Sobrevivirá eso?”. La respuesta no es fácil, pero seguro que la supervivencia no pasa dentro de un concurso televisivo. Y mucho menos será posible si la anécdota nos importa más que todo lo demás.
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