‘Operación Triunfo’: La ilusión tramposa
El programa se nutre de códigos del espectáculo televisivo pero no le interesa preguntarse qué valor y función tiene la música, ese arte convertido por TVE en producto de consumo instantáneo
Lo mejor de la gala de Navidad de Operación Triunfo en la noche del 25 de diciembre fue su presentador, Roberto Leal, el único que no canta. No es un asunto menor: Operación Triunfo, más conocido como OT, es un programa primorosamente televisivo, un reality-show que se nutre de códigos del espectáculo televisivo de forma tan milimétricamente medida que no tiene espacio ni le interesa preguntarse qué valor y función tiene la música, ese arte convertido por TVE en producto de consumo instantáneo.
Con su habitual desparpajo, Leal, quien se ha nutrido en la notable academia televisiva de la calle en España Directo, llevó el ritmo con salero, charlando animosamente y sacando a relucir ocurrencias empáticas entre los concursantes e invitados, como cuando repartía besos por doquier para reducir nervios de los recién llegados, destapaba regalos o desenganchaba con naturalidad los vestidos de Thalía y Geno. En una parrilla televisiva que acostumbra a tener presentadores en los extremos del aburrimiento o la histeria, se agradece a un tipo que se maneja tan bien en el trato humano. Es algo que saben en Gestmusic, la productora televisiva creadora de OT. El trato humano es el pilar básico de este concurso que, más que fijarse en la música, tiene su mirada clavada en la audiencia. La música, entendida bajo ese prisma simplista de pop de variedades que se fomenta en la academia del programa, abierta eso sí este año a aires nuevos como la invitación de músicos labrados en la carretera como Guille Milkyway, es la excusa para generar audiencia, que termina derivando en un público consumidor, educado en los parámetros del producto.
Como programa televisivo, OT se preocupa esencialmente por los aspectos humanos y el entretenimiento. En la gala navideña se vio cuando las particularidades humanas de todos los concursantes salían a relucir en cada resumen de ellos o cuando se conectaba con los familiares, en algunos casos de una forma que dejaba diminuto el pudor que puede llegar a sentir uno por los vídeos de boda o comunión de sus cuñados, tan recurrentes en estas fechas. Apelar al aspecto humano es básico para generar audiencia, y, en este sentido, durante toda esta edición se han creado grandes momentos humanos, como cuando Marina y Bastian se besaron. Y, por supuesto, más básico es entretener, el objetivo primordial de la televisión en estos tiempos, incluso de la principal cadena pública, cuya función de “garantizar la información plural” y “favorecer la cultura”, según rezan sus estatutos, hace aguas por todos lados en cuestiones musicales, a la vista de su programación y del trato despiadado que dan a otras propuestas distintas como el homenaje a Cecilia televisado el sábado.
Que OT haga feliz y entretenga a toda una masa de personas es estupendo, como el fútbol lo hace con millones de otros seres, los videojuegos o las películas de superhéroes lo hacen con los adolescentes y la Cabalgata de los Reyes Magos con los niños. Mucho peor sería que OT aburriese, como sucede en mi caso. El aburrimiento es realmente irrelevante ante la preocupación que me causa por la música. Decir como se dice que OT fomenta la música es, pese a quien pese, cuestionable. En la noche del 25, en horario de máxima audiencia y tras una intensiva campaña promocional, el programa televisivo, tan centrado en los aspectos humanos, perdió una oportunidad fantástica para fomentar la música, más allá de actuaciones que, en la mayoría de los casos, fueron sonrojantes. Nadie debería llevarse las manos a la cabeza por esta valoración en un programa que es en sí mismo un concurso y fomenta la competencia, aun teniendo jurados conchabados.
Podían haber hecho una interesante labor didáctica con todas las canciones que se versionaron, con mayor o menor fortuna, diciendo de dónde venía la composición y qué valor tenía el artista al que los concursantes iban a versionar. Lo eché en falta con el archiconocido Walking on Sunshine de los desconocidos Katrina & The Waves, una banda británica que ya en los ochenta contó con una interesante frontwoman como Katrina Leskanich destacando en el masculino mundo del pop-rock. Aunque más eché en falta a Katrina, por lejos que hayan quedado sus días de gloria, ante las interpretaciones de Aitana y Natalia. Sucedió igual en la versión de Somebody Else's Guy, que en voz de Gisela y Agoney no fue tan trágica como la de las anteriores y que hubiera podido ayudar a reivindicar una figura subterránea como Jocelyn Brown, otra mujer de carácter que también en los ochenta supo ofrecer R&B bailable de calidad con este llenapistas. Pero peor fue escuchar Don't let the Sun Go Down on Me sin un atisbo de talento vocal por parte de Alejandro Parreño y Raoul. Podía haberse recordado ya no solo a su autor, entonces un exuberante y joven Elton John, sino a George Michael, que volvió a recuperar con brío en los noventa esta torrencial balada emotiva y que justo ayer, 25 de diciembre, hacía un año de su muerte. Pero para eso OT debería preocuparse por la música, darle valor, y no lo hace. Debería intentar explicarla y explicársela a los concursantes y los telespectadores, pero todo lo que no tiene que ver con la música como arte pero sí como entretenimiento y estética preocupa mucho más.
OT es un karaoke, que, a todas luces, podría ser mejor, empezando por contar con un grupo de acompañamiento con una pegada instrumental más engrasada y certera que la que se oyó en la noche del lunes. En televisión, esa caja donde apenas se ve música en España, una banda que deja en pañales a la de OT es la de Late Motiv, el programa de Buenafuente, formada por unos músicos magníficos como Pablo Novoa, Litus o Pirata, entre otros. Estos tipos no hubiesen dejado que el sabroso Corazón espinado sonase tan insulso. Dio pavor escuchar a Ricky, Juan Antonio, Javián y Alex cantando el clásico de Santana de una manera tan anodina. Hay orquestas de pueblo (benditas orquestas que también nos alegran la vida) que lo tocan y cantan mejor que los cuatro. También tienen más gracia en sus movimientos sobre el escenario. Pasó igual con esa interpretación ligera y desinflada con empeño de Manu Tenorio y Cepeda de Lucía, ese canto roto, desbordante de melancolía, compuesto y cantado por Joan Manuel Serrat. Incluso, aun manteniendo el tipo Mireya y Nuria Fergó en Noches de Bohemia, no había forma de quitarse de la cabeza qué sería ver a las nuevas voces del flamenco, ese arte tan nuestro, cantando en la televisión pública en horario de máxima audiencia. Rosalía, una joven de un talento imponente, ha sacado este año un disco desgarrador, como fabulosos han sido los álbumes de Sìlvia Pérez Cruz y Rocío Márquez. No puedo imaginarme a ninguna de las tres sometiéndose a la visión reduccionista de puro entretenimiento de OT.
Entretenimiento –para el que así lo entienda-, todo el que se quiera, pero apuesta por la música más bien poca. En OT la música siempre es la excusa para llegar a un público susceptible de emociones derivadas de otros elementos al margen del proceso creativo y artístico. ¿Quieren apostar por la música? Bien. Expliquen al músico y al telespectador de dónde vienen las canciones que versionan y quiénes son sus creadores, qué historias y cruzadas artísticas, y no intereses comerciales, hay detrás. Díganle cómo funcionan las discográficas que colocan sus canciones en ese escaparate de lujo llamado televisión y de qué van los derechos de autor en un gremio donde la SGAE no vela por la mayoría de sus socios. Cuénteles qué se van a encontrar a la salida de esa academia del buen rollo. O, como sugiere su directora, Noemí Galera, pregunten a Vega y Virginia Maestro, que pasaron por OT y cantaron en el homenaje a Cecilia, si el mundo de la música que ahora conocen se parece mucho a su Academia. Lleven sus actuaciones a las salas de conciertos asfixiadas por el IVA y las leyes administrativas. Pongan cámaras en la carrera de los músicos que están triunfando con sus propios medios y canciones y contra las adversidades como Morgan, Jacobo Serra, Ángel Stanich, la M.O.D.A… Hagan como el concierto homenaje a Cecilia y donen el dinero de sus galas, de sus discos recopilatorios, de sus canciones colocadas como ayer en lo más alto de iTunes, a causas solidarias o, simplemente, inviertan en fomentar la escena musical española, en generar cultura.
OT, el espacio musical estrella de TVE, podría explicar, o mejor dicho, la televisión pública, cuánto dinero se invierte en cada programa para saber cuánto se deja de invertir en toda la demás música. Pero aún más importante: cuánto dinero genera el negocio de Operación Triunfo gracias a la visibilidad al menos semanal en la cadena que pagamos todos. Como buen programa televisivo, la música en OT es una ilusión. Una ilusión tramposa. Entretiene, pero no es una apuesta por la música.
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