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Perfil

Rocío Márquez, la cantaora que quiere llevar el flamenco a la universidad

Rocío Márquez con un abanico de Olivier.
Rocío Márquez con un abanico de Olivier. Javier Salas
Amelia Castilla

SE MUEVE entre el flamenco puro y la heterodoxia. Rocío Márquez (Huelva, 1985) conoce bien los cantes clásicos, pero los interpreta a su manera, con respeto y por derecho. Su punto de inflexión tuvo lugar hace cuatro años en el Teatro Real de Madrid, en el curso de una actuación con el Proyecto Lorca, una formación de música contemporánea integrada por piano, saxo y percusión. “Fue como si se abriera una puerta y surgieran otras respuestas”, cuenta. “El hecho de que no hubiera guitarra para acompañarme me obligaba a salir de los códigos a los que estaba acostumbrada como cantaora, jugar con otros timbres a nivel instrumental, pero reflejando todos los colores de una música variada donde la fiesta y el disloque dan paso a la tragedia y el desgarro”. Con ellos, Márquez ha transformado la fragua en la que se cocían las fiestas de antaño en una innovadora factoría digital.

¿Un disco de flamenco sin guitarra? Aquello solo era el aperitivo de su nuevo álbum, Firmamento, en el que la dulce tiranía de la política y el género fueron cobrando forma a ritmo de tangos o seguidillas. El productor Raül Refree y los músicos (Antonio Moreno a la percusión, Juan Jiménez al saxo y Dani B. Marente al piano) aportan la parte masculina, pero las letras, incluidas las de la propia autora, las firman mujeres. La poesía de Isabel Escudero y las notas rockeras de Christina ­Rosenvinge hablan de los refugiados, la contaminación y las mujeres maltratadas. “Las letras tradicionales responden a sentimientos universales como el desamor o el cariño materno, pero también quería contar otras cosas. Ya he cantado muchas veces el ¡Viva Huelva! o, lo que es lo mismo, cosas localistas que me gustan y disfruto, pero en esta ocasión buscaba revisar ese costumbrismo y plantear temas actuales, como el hecho de que Huelva sea una de las ciudades más contaminadas de España”. Márquez, compositora también de la mayor parte de las músicas, buscaba mensajes reivindicativos, en la línea que trazaron José Menese y Manuel Gerena y cuyo testigo lo han recogido ahora artistas como Juan Pinilla o El Niño de Elche.

La cantaora se mueve en el planeta jondo como una rara avis. No procede de una dinastía flamenca. Su abuelo Pepe Márquez tenía una taberna, La Madrileña, en la que recalaban los cantaores de Huelva. Él le contaba historias tremendas, le desgranaba las letras mientras ella lo apuntaba todo con escritura de niña aplicada. Guarda una caja repleta de servilletas plagadas de letras escritas al vuelo. En casa, sus padres escuchaban a Lole y Manuel, Carmen Linares y, sobre todo, fandangos. Y cada vez que se celebraba una fiesta familiar, todo el mundo se arrancaba, uno cogía la guitarra, otro bailaba… Eran muy echados para adelante, pero ni había ni hay una tradición familiar. “Tengo ese punto de cercanía hacia lo popular y folclórico que me dan mis orígenes, aunque también dispongo de libertad para hacer los cantes que quiera, nadie me impone nada”. Bajo esa premisa eligió ser cantaora. A los 9 años empezó a formarse en las peñas, tocando todos los palos del cante. Con 15 años tomó la difícil decisión de mudarse a Sevilla, una de las cunas del género. Posee conocimientos de canto y de piano; ha sido alumna de Paco Taranto, José de la Tomasa y Esperanza Fernández, y se graduó en Educación Musical en la Universidad de Sevilla. En paralelo se curtió en festivales, hasta que en 2008 se alzó con la Lámpara Minera, principal galardón de El Cante de las Minas de La Unión (Cartagena), y dos premios más de cantes, un palmarés que solo había logrado antes Miguel Poveda. “Sin esa formación tan férrea no podría hacer lo que hago ahora. Para deconstruir hay que saber primero construir”, cuenta esta mañana en Sevilla.

“NO PUEDO CANTAR COMO SI HUBIESE VIVIDO UNA GUERRA O PASADO HAMBRE… ESO DE QUE PARA CANTAR BIEN HAY QUE SUFRIR NO VALE COMO DISCURSO”.

La noche anterior había presentado Firmamento en un teatro abarrotado del barrio de la Macarena. Su imagen, vestida con un traje de noche de lamé y su melena rubia al viento, arropada por los músicos del Proyecto Lorca, tan alejada de la clásica fotografía flamenca, levantó al público de sus asientos. No hubo escándalo ni rasgado de vestiduras. “¡Valiente!”, le gritó un espectador. Estaba recién llegada de Praga, donde había presentado el nuevo disco con éxito, y dos días después cantaba en la peña Los Tarantos de Almería su repertorio clásico, acompañada por Dani de Morón a la guitarra. “Me resulta totalmente enriquecedor ese doble formato. Si me quitan una de las patas, me caigo, necesito ambas para mantener el equilibrio”.

La cantaora Rocío Márquez (Huelva, 1985), fotografiada el pasado junio en Madrid.

Una dualidad que ya ha incorporado a su carrera y que repite ahora: el próximo viernes actúa en Cartagena en La Mar de Músicas, ante un público acostumbrado a escuchar las canciones del mundo y que sabrá valorar su Firmamento. En agosto volverá al festival de El Cante de las Minas de La Unión con un recital jondo. Apenas 10 kilómetros separan ambas ciudades, pero se trata de públicos distintos. El flamenco, que en muchos aspectos también es una forma de vida, tiene sus propias leyes y clichés. Puede ocurrir que un flamenco de Jerez que domine la bulería se niegue a interpretar un tango de Cádiz por considerarlo un palo menor. “No tengo este punto de querer chocarme con una pared, aunque tampoco soy de permitir muchas concesiones, pero uno ya sabe dónde actúa. No es que me importe tanto lo que digan los demás, pero creo que cada espacio tiene sus propios códigos”. Por si acaso, cuando estrena nuevos cantes prefiere mostrarlos, “sin presión”, primero en el extranjero.

Repertorio, instrumentación y vestuario. En ese trinomio basa su arte y su búsqueda de la pureza. Lo bonito de la evolución del flamenco, sostiene, es que exista variedad. Que programen a Israel Galván (pura invención creativa) y a Farruquito (el valor de la tradición), y que cada uno cuente su verdad. “No puedo cantar como si hubiese vivido una guerra o pasado hambre…Eso de que para cantar bien hay que sufrir no vale como discurso universal. Todos disfrutamos o nos sentimos desgraciados. Los puristas defienden que los destellos de genialidad del género se identifican con una forma de vida, un discurso respetable, pero ¿quién ha vivido eso de mi generación? Cuando ha formado parte del imaginario, ¡olé! Ha funcionado a un nivel excepcional, pero vamos a ponernos en la realidad, ahora estamos en otra cosa”, dice. Aquí la equidistancia es complicada. En el flamenco todavía pervive cierto frentismo que relaciona el buen hacer con la tradición oral y las voces gitanas en detrimento de la “línea blanca” que representan artistas como Chacón, Marchena o Morente. Sus “detractores” identifican a Márquez como miembro de lo que se denomina el frente marchenero. “¡Una cantaora de voz clara!, ese es otro tópico. En el siglo pasado la voz era clara y llena de melismas y no lo identifican tanto con el flamenco, pero por péndulo histórico volvemos a esas voces tras pasar el tránsito manierista que representan Camarón o Fernanda de Utrera”.

“la estética está en el cante, en la manera de expresarse y el concepto que planteas. Ahora no me veo con volantes”.

El flamenco también evoluciona con la enseñanza reglada, ya se estudia en las escuelas, y ha entrado recientemente en el conservatorio y en la universidad con los másteres. De hecho Márquez acaba de defender su tesis doctoral sobre la técnica vocal del flamenco, porque en la actualidad “no existe un programa específico y con frecuencia se aplica el de la lírica”. Lo cuenta orgullosa, se ha cansado de agachar la cabeza por decir que estudia, como si eso le quitara valor al arte. “Yo también pido respeto. Cuando decidí dar el paso hacia delante no tenía otra opción: o les defraudaba a ellos, o me defraudaba a mí misma. Me parece interesante que entre todos vayamos construyendo el nuevo universo”. No solo no le asusta ver la música escrita en una partitura, sino que es su manera de componer. Tampoco que desaparezca la transmisión oral en la que se basaba el aprendizaje antaño. “A eso ya ha contestado la historia. Los mitos se van recolocando. La parte romántica de esta música, que surge bajo los puentes, es bonita, pero sobre eso construimos ahora otra realidad, una realidad que cambia porque el arte siempre acompaña al contexto de los artistas”. Le aburre escuchar ese discurso eterno de pérdida de pureza que se aplica a lo nuevo. “Es el mismo cliché que Demófilo [seudónimo de Antonio Machado padre, que fue el primer antólogo de letras flamencas] hace a finales de 1800 cuando Silverio Franconetti coge el cante y lo profesionaliza en los café-cantantes. Le llovieron las acusaciones sobre el fin del flamenco verdadero, cuando lo que hacía era fijar unas horas y estipular unos cachés. Ahí surgió La Niña de los Peines. No podemos parar la realidad, negar la presencia del mundo académico sería como ir hacia atrás”.

El 19 de julio defiende su tesis sobre el registro vocal del flamenco.

Márquez reconoce que vive una revolución personal. Su afán creativo parece imparable. Sin embargo, hace unos años no pensaba nada de esto; le abrió la cabeza una asignatura sobre el tema de género en un curso de educación musical que se llamaba Sexuación en el arte. El primer día de clase pensé: “Qué manera de querer complicar las cosas”. Incluso se acercó a la profesora y le dijo que no terminaba de verlo, que no había tenido esta sensación y que llevaba cantando desde los nueve años en peñas. “Me pidió que aguantara un poco más y que lo habláramos al final del curso”. Pero no hizo falta esperar tanto. El entendimiento llegó como un clic. La siguiente vez que entró en la peña y le espetaron: “Tú, que ya estás arreglá, ¿por qué no te subes y adornas el escenario?”. La respuesta de la cantaora no se hizo esperar. “No estamos para adornar…’. Me daba cuenta que se hacía sin mala intención, pero si me lo hubieran dicho antes, yo subo, me estoy ahí un rato y cuando terminen canto”. En su caso, el cambio experimentado ha sido también estético. Ha pasado de salir al escenario vestida de faralaes a hacerlo con la cazadora de cuero. “De repente me vi distinta, hasta entonces iba muy contenta con mis volantes. Me parece que la estética está en el cante, en la manera de expresarse y en el concepto que planteas en los proyectos. Ahora mismo no me veo con volantes, me encantan, pero no los uso”.

“tú, que ya estás ‘arreglá’, ¿por qué no te subes y adornas el escenario?”. La respuesta de la cantaora no se hizo esperar. “No estamos para adornar…”.

Mujeres como Márquez, siempre conectadas y en movimiento perpetuo, profesionales que conocen y respetan el género, están revolucionando el flamenco. En apenas una década han cambiado más cosas que en los cuatro siglos de existencia de esta música. Una nueva generación de guitarristas ha surgido en un panorama donde apenas tenían presencia. Acostumbrados a verlas en el baile o en el cante, pero no como acompañantes, han tomado un testigo “necesario”. “En el baile se da una exhibición corporal que los hombres aprueban. Tiene sentido que, en un sistema patriarcal, eso se haya apoyado más. Además, el papel del guitarrista solía ir unido al de mánager y, en el momento en que se gestionan los billetes, se acaba la mujer en la guitarra”. No hablamos de verdades absolutas, sino de opiniones y gestos que ayudan a repensar una música y una forma de vida que en ciertos aspectos puede resultar muy regresiva. La cantaora comentó esto mismo en una entrevista que se tituló “El flamenco es machista” y en las redes sociales la crucificaron, pero no la amedrentaron. “Cuando ves esas reacciones te das cuenta de que se trata de un mundo donde hay mucho por hacer, pero vamos avanzando”.

Márquez prefiere tener la vista firme en el camino, una senda en la que ha encontrado el apoyo que necesitaba de Álex Sánchez y Raül Refree, mánager y productor respectivamente también de Sílvia Pérez Cruz y Rosalía, dos artistas distintas, pero que gozan del aplauso generalizado de un público cada vez más joven. Con cuatro discos en su haber, la carrera de esta cantaora ha iniciado un camino tan creativo que algunos temen que acabe por salirse del flamenco, como le ocurrió a Sílvia Pérez Cruz, aunque procedan de escuelas diferentes. De momento, ahí quedan los ayeos de Rocío.

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