Eurovisión, esa montaña de basura
El festival es un evento mediático, un trending topic imbatible y un lugar de exhibicionismo humorístico en las redes, pero es casi imposible montar un tinglado tan decepcionante para la música
Decía Antonio Muñoz Molina en una reciente entrevista en este periódico que "nuestro legado será una montaña de basura". Lo decía por muchas cosas, pero es casi imposible no recordar esta reflexión cuando se ve Eurovisión, ese acontecimiento anual televisivo europeo que tan poco aporta al mundo de la creación musical. Es un evento mediático, un trending topic imbatible y un lugar de exhibicionismo humorístico en las redes sociales, pero es casi imposible montar un tinglado tan decepcionante para la música, ese arte que nos explica en silencio, que narra vidas de comunidades, que nos une con otras personas y que nos entretiene -cómo no- con elegancia y estilo, todo eso que le falta a ese escenario pomposo tan repetitivo y tan simplón que es Eurovisión.
Fue absolutamente sorprendente y fabuloso cuando el año pasado ganó el portugués Salvador Sobral. Ese cantante desaliñado, con sus movimientos espasmódicos, consiguió imponerse al resto de concursantes entregados a un pop vacuo y sin orientación, con todas sus maniobras y acrobacias estudiadas hasta la desesperación decorativa. En la noche del sábado, volvió a ser fabuloso y maravilloso verle cantar en el escenario portugués durante la gala de Eurovisión, más aún después de su trasplante de corazón. Con su chaqueta gris de cuadraditos negros con coderas y esas magnéticas manos inquietas, como tocando una guitarra invisible, Sobral parecía buscar un lugar en el mundo mientras el piano, con ese toque jazzístico exquisito, le cubría de notas sentimentales. Sus saltitos eufóricos y su forma de susurrar eran tan humanos que dejaba en evidencia todas las piruetas que nos habíamos tragado durante dos horas por parte de todos los aspirantes a estrellas del pop.
Poco después, Sobral presentó al brasileño Caetano Veloso, uno de los más grandes músicos del siglo XX, con unas palabras que definieron un concepto: "Lo mejor de haber ganado el año pasado Eurovisión es que ahora me permite cantar con Caetano Veloso". Ni la fama, ni el dinero, ni el petardeo de este evento, al que el año pasado al ganarlo definió como un acontecimiento de "fuegos artificiales", sirven de nada cuando a un verdadero artista le preocupa lo verdaderamente importante: centrarse en la música como expresión humana, individual, sincera, sin artificios. Cuando ambos compartieron Amar pelos Dois, la canción que el año pasado ganó este certamen, algo inenarrable aconteció. Qué compleja es la música cuando la pirotecnia se pone a trabajar y despista de lo básico, de la esencia. La música, ese lugar en el mundo que ofrece caminos emocionales para tantas personas desorientadas, se hizo simple con ellos al micrófono, con el rumor del público preguntándose por qué eso era distinto de todo lo demás, con permiso de las contundentes y bonitas actuaciones de fado de la sobresaliente Ana Moura y Mariza al comienzo de la gala. Con Sobral y Veloso cantando a dos voces, al final de toda la parafernalia de esta gala, se escuchó música en mayúsculas.
Es cierto que al menos es buena noticia que Eurovisión se centre ya definitivamente en la música y no en la estupidez del frikismo que durante un tiempo abanderó. El problema es que en términos generales -muy generales- la música fue paupérrima. Una vez más. Difícil salvar apenas un par de actuaciones. Tal vez el alemán Michael Schulte con You Let Me Walk Alone demostró algo de cualidades como cantautor emotivo. El rock duro de los húngaros también fue una nota discordante que se agradeció ante tanto azúcar. Quizás no merezcan un sitio en primera línea de la escena musical, pero con su descaro y rabia bien podrían haberse zampado a toda la retahíla de moñas que se sucedieron, especialmente los irlandeses. Por no comentar al ucraniano prendiendo fuego al piano con esas ínfulas de Jerry Lee Lewis. Si lo viese el legendario sureño estadounidense, lo tiraba al fuego por torpe e insustancial. También habría que incluir en ese exceso de azúcar a la pareja española, Amaia y Alfred, que quedaron en un triste puesto 23 con su empalagosa canción. Nada nuevo para España. O sí, teniendo en cuenta nuestro último puesto con Manel Navarro.
Durante su promoción excesiva y agotadora antes de Eurovisión, Amaia y Alfred han demostrado ser dos chicos con un desparpajo y una inteligencia emocional por encima de la media de este país enfrentado por los nacionalismos, por los complejos, por la corrupción impune. Ojala sean capaces de huir de estos tiburones llamados Operación Triunfo y Eurovisión, que no forman músicos, sino productos, ni defienden este noble arte que nace en garajes, habitaciones y caminos lejos de los focos, de la fama y la competitividad a cualquier precio. Este arte que nunca trata del postureo. Por ese mismo motivo, alguien debería decirle a Alfred que lo dejase. Le falta todo el talento que tiene Amaia. Su voz chirrió y sonó como si algo malo le pasase a él, o al mundo. Este chico tiene pinta de ser un tipo inteligente y, si lo fuera suficiente, dejaría de cantar o, al menos, se reinventaría en otra cosa muy distinta a lo que le han dicho en la academia de Operación Triunfo. No pasa nada por no ser ese cantante melódico que buscan los ejecutivos de este país. Cómo si no hubiera cosas más importantes.
Decía Antonio Muñoz Molina que "nuestro legado será una montaña de basura". Conviene recordarlo cuando esta edición de Eurovisión coincidió en el día de la sentencia al rapero Valtonyc, que será finalmente encarcelado al rechazar el Tribunal Constitucional su recurso. Como dijo el cantante: "Es un hecho histórico, dado que soy el primer músico que entrará en prisión en el Estado español condenado únicamente por las letras de sus canciones". España movilizada por Amaia y Alfred, la pareja feliz. Ahora solo falta que este país se movilice igual por solidarizarse por Valtonyc. Por la libertad de expresión, por la verdadera esencia de la música, ese arte liberador. Se sorprendía Muñoz Molina que, a veces, aparecen ballenas muertas en la costa con 18 kilos de plástico en el estómago. Sí, tal vez conviene revisarnos, porque estamos empachados de plástico, a punto de aparecer varados en la costa, como ballenas teledirigidas, sin rumbo.
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