Amaia: fuera de ‘Operación Triunfo’
La joven concursante del programa televisivo tiene talento natural pero haría bien en desarrollarse como artista fuera del negocio que le espera
Lo mejor que le puede pasar a Amaia es dejar de ser Amaia de España y ser algo mucho más importante: ser Amaia Romero. Es decir, lo mejor que le puede pasar a esa chica de sonrisa inocente y voz con duende es salir de Operación Triunfo. No ahora, que no puede, pero sí después, cuando el negocio quiera exprimirla y hacer de ella un producto. Lo mejor sería que rompiese con el molde y con esa mirada teledirigida del programa y se convirtiese en la artista que se intuye que lleva dentro.
En la música, como en todo arte, la libertad es el territorio de los creadores. Y Operación Triunfo, como programa televisivo sujeto a la audiencia, fomentada principalmente a través del mero entretenimiento y de los aspectos emocionales de los jóvenes concursantes, es territorio de especuladores. Al margen de risas, besos, abrazos y lágrimas, nada en la televisión es casual. Mucho menos en OT, un negocio montado de antemano, bajo el amparo de la cadena pública.
A sus recién cumplidos 19 años, Amaia es un talento natural, una fuerza musical en potencia, cosa que no se puede decir de la mayoría de concursantes de OT. Y simplemente por eso sería interesante ver cómo evoluciona fuera de los rigores del espectáculo televisivo, desatada de las obligaciones de este inmenso escaparate y atendiendo única y exclusivamente a su mundo interno, a sus musas, como antes hicieron tantos que dejaron un legado perdurable en la música española. Sería conveniente que lo hiciese en libertad y con ganas de crear, más allá de las interpretaciones de canciones de otros. Porque una cosa es ser intérprete, y otra distinta es ser creadora. Esto es: componer canciones y trascender con ellas.
Para ello, Amaia de España debería ser simplemente Amaia, o Amaia Romero, que es como se llama, sin las histéricas expectativas de ese monstruo llamado televisión. Con el mismo entusiasmo, ya hubo una Rosa de España, y su historia como artista no pasa de la anécdota mala. La jovencísima Amaia debería estar fuera de la pecera televisiva del programa, donde se hace imposible imaginarse a los mejores músicos que ha dado este país reduciendo su música al formato de OT por mucho que entretenga. ¿Alguien concibe a Joaquín Sabina intentando cambiar el registro canalla de su voz de lija porque un profesor se lo dice? ¿O a Serrat, Cecilia, Rosendo, Santiago Auserón, Martirio, Kiko Veneno, Camarón, Silvía Pérez Cruz o Eva Amaral limitando su arte a esas pautas simplistas? Cuando acabe el programa, llegará el negocio, que ya se frota las manos, con las mismas exigencias, con los mismos peajes, con los mismos intereses. Y lo mejor para el talento de Amaia sería no atender al negocio.
Amaia ha demostrado que guarda un admirable ímpetu sentimental en su voz, que vibra en una dimensión especial en las baladas. Es una baladista por encima de todo, aún con el frenesí que generó en una de las galas con su interpretación de la impulsiva Shake It Out de Florence + The Machine. Fue en otra gala donde sacó su mejor registro cuando se puso al piano para cantar el bolero Soñar contigo. La dulzura de su canto se forja también con carácter, como si la fragilidad que muestra en la vida real se transformase en un superpoder al cantar. No le hacen falta las acrobacias ni los ritmos movidos ni las bases machaconas. Su versatilidad es otra, tanto al piano como a la guitarra o al ukelele. Es propia de los talentos, capaces de encarar distintos géneros y filtrarlos por sus cuerdas vocales con peso emotivo. Un piano y su voz son suficientes para llegar al hueso, como bien se ha visto en momentos fuera de galas. Ejemplos: cuando tocó Mala mujer de C. Tangana o Lo mal que estoy y lo poco que me quejo de El Kanka. De hecho, con composiciones de El Kanka, criado en los escenarios de los bares, se ha lucido especialmente y no solo a las teclas. A las cuerdas de la guitarra ha protagonizado Qué bello es vivir con un aire a medio camino entre el fado y la bossa nova más que interesante. De alguna manera, a veces, recuerda a Salvador Sobral.
Haría bien la joven Amaia en fijarse en Sobral, que el año pasado ganó Eurovisión con grandeza artística. Antes de que medio mundo le conociese, el músico portugués participó en 2009 en el programa televisivo Ídolos — una versión portuguesa de Pop Idol, parecido a Operación Triunfo—. Poco después no se sintió orgulloso. Decidió marcharse con una beca Erasmus a Palma de Mallorca y allí se le podía ver cantar en bares y salas. Maravillado por Chet Baker, se empapó de jazz a partir de sus orígenes de fado y bossa nova. Se unió a estupendos músicos locales como Pepe Ragonese, Omar Lanutti, Pep Lluis o Steve Bergendy. Mantuvo su búsqueda artística al irse a Barcelona. Y algo más importante: la mantuvo al participar en Eurovisión, sin hacer caso de los imperativos del negocio.
Amaia es un talento. Estaría bien que abandonase academias y negocios repletos de interesados y saliese a la calle, buscase su lugar por sí misma, rodeándose de músicos que se han curtido y se curten en el territorio de la libertad, el riesgo y el hambre. Sería deseable que escuchase a los creadores musicales que jamás pisaron los platós y no a los ejecutivos y advenedizos que le esperan en la puerta. Porque Amaia es una buena noticia para la música española. Pero desconfío del pensamiento único, como de convertir la música en una competición, encima bajo las pautas de un programa televisivo. Desconfío del pensamiento único que en vez de gastar sus energías en pensar en todo lo que no nos cuentan o lo que nos queda por hacer en la música y en la televisión pública españolas, como en esta nuestra sociedad, se contenta con las migajas o el puro y duro entretenimiento. O lo que es peor: te llama traidor.
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