Nora Ephron y el diseño
La escritora, periodista y guionista estadounidense fue una gran prescriptora de diseño útil y edificios que salvan
Nora Ephron hablaba mucho de diseño. Lo hacía porque describía las situaciones a partir de su lado físico, palpable, visible. De ahí llegaba a lo sentimental, a lo ideológico, a lo conceptual incluso o a lo espiritual. Así, casi cualquier cosa: un bolso, su silla, una lámpara, un novio tal vez, o lo que servía en su casa cuando organizaba una cena, le preparaba el camino para hablar de diseño, es decir: para repensar la vida.
Con la mezcla de ligereza y profundidad que caracteriza sus escritos, analizó lo que supone llevar bolso: “Las mujeres que odian los bolsos saben que sus bolsos son un reflejo de su negligencia en las tareas domésticas, de una desorganización irremediable, de una incapacidad crónica para tirar nada[...]. Sus bolsos son un vertedero de caramelos Tic Tac, ibuprofenos perdidos, pintalabios sin funda, bálsamo labial de cosecha desconocida, restos de tabaco (aunque lleven por lo menos diez años sin fumar), tampones que se han salido de la funda y monedas inglesas de un viaje a Londres el pasado mes de octubre. Llevan gafas con cristales rayados y un cepillo de dientes sin funda con pinta de haberse utilizado para limpiar la plata”.
Para Ephron, en los bolsos se acumulan los residuos de una vida. En general, defendía la máxima de que lo que nunca está de moda, nunca pasa de moda. Vivió como una batalla perdida necesitar bolso. Pero escribió en contra del rígido que cuelga del brazo: “Te echa diez años más y encima te inmoviliza la mitad del cuerpo”. ¿Qué hizo ella? Terminó cargando una bolsa, una tote bag, del metro de Nueva york.
Ahora que dos de sus libros de artículos aparecen reunidos en Ni me gusta mi cuello ni me acuerdo de nada (Libros del Asteroide) con traducción de Catalina Martínez Muñoz e ilustraciones de Patricia Bolaños, es fácil recordar algunas de las observaciones sobre diseño —de ciudades, de bolsos, de cocinas, de oficinas o de espacios para la convivencia— que convendría tener presente a la hora de elegir un apartamento, una ciudad o hasta lo que eliges dar de cenar a tus invitados.
A Ephron le gustaba cocinar. En parte porque disfrutaba mucho comiendo. Tenía memoria en el paladar. También porque, aunque aseguró que Proust la aburría, tenía memoria proustiana para el pastel de carne, los hojaldres y casi todas las comidas que relacionaba con su infancia. Lo que le gustaba era “a la vez dulce, salado y totalmente sorprendente, como todas las cosas buenas”. Así se aficionó a cocinar. Pero... ya con cierta edad, escribió que los menús que había servido a sus invitados eran demasiado elaborados y calculados. “Vi con horrible claridad que toda mi vida, hasta ese momento, había sido un error”. Entendido eso, renunció a la neurosis culinaria y se transformó en una cocinera relajada. Da pena que no explique cómo alteró sus platos, manteles y copas esa decisión.
Nacida en Nueva York en 1941, Ephron se trasladó a Los Ángeles, con su familia, cuando era apenas una una niña, y vivió una infancia nostálgica en la que soñaba con regresar a Manhattan. Su vida de adulta fue ese retorno. Y un aprendizaje: “En una mudanza tiramos a la basura montones de partes de nuestra vida”. Se instaló en la ciudad en la que moriría en 2012 iniciando un peregrinaje por varios edificios —y rentas de apartamento—, por varias parejas y por múltiples artículos, libros y guiones cinematográficos —fue nominada al Oscar a mejor guion por Silkwood (1983), Cuando Harry encontró a Sally (1989) y Algo para recordar (1993)—. Así, describió esas mudanzas como morir y renacer a la vez “hasta estar en condiciones de empezar a acumular trastos otra vez”.
Con esa vida, se entiende que Nueva York fuera casi una protagonista más en sus escritos. “El cambio forma parte del idilio con cafeína de esta ciudad que nunca duerme”. Y tiene, como casi todos hemos tenido en algún lugar del mundo, la sensación de que ella sí pilló la buena época de su ciudad: “Las limitaciones al precio del alquiler eran parte indisociable de la vida en Nueva York, como los puestos de perritos calientes”.
Más allá de humor, audacia e inteligencia, Ephron dejó una mirada de socióloga: “En los años cincuenta, sólo el siete por ciento de las mujeres americanas se teñían el pelo”. Hablaba de un tiempo en el que “si no te hacías la manicura te sentías descuidada”. ¿Un tiempo?
Madre de dos hijos, uno de sus escritos más emocionantes ayuda a sobrellevar la adolescencia. Eso sí, habló de la crianza actual casi como de un exceso de diseño “En los tiempos en los que sólo había madres y padres, en lugar de gente comprometida con la crianza, las cosas eran bastante sencillas”.
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