China en 300 metros
Nicolas Jolivot dejó el ancho mundo para profundizar en el conocimiento de su pensil. ‘Viajes por mi jardín’ es ese reencuentro
Nicolas Jolivot se pasó casi 30 años recorriendo el mundo. El deseo de andar de aquí para allá le impidió ver lo que tenía más cerca. Hasta que lo vio. Se dio cuenta de que no sabía el nombre de las plantas ni distinguía los insectos. Tampoco sabía cómo cuidar los árboles. Cuando empezó a hacerlo, se dio cuenta de que un jardín es un lugar infinito y de que para un observador atento puede ser tan vasto como China.
Si pensáramos en La gran mata de hierba que pintó Durero nadie se atrevería a pintar. Viéndola, todos queremos pintar. Jolivot se lo planteó así antes de escribir y dibujar minuciosamente Viajes por mi jardín (Errata Naturae). En ese preciosísimo volumen cuenta la historia de... ¿Lo adivinan? El mundo. Ahí caben los insectos, el petirrojo, las camelias y, claro, su propia vida.
Cultivar un jardín en el otoño de la vida es un clásico. ¿Por qué no lo hacemos antes y qué pasaría si lo hiciéramos? Esto es lo que nos cuenta Jolivot: cuando uno mira, reconoce el petirrojo por su pecho rojo, es fácil. Se percata de que el tejadillo de los muros es el bulevar de los gatos. Y de los ratones, que pasan corriendo. Si mira con cuidado, observa que el jazmín de invierno es amarillo. E inodoro. Con la camelia, el narciso y el ciruelo forma “los cuatro amigos de la nieve”. También puede ver al chochín común, el ave más pequeña del jardín.
Pero Jolivot no solo observa. También investiga su jardín. Aprende que, a principios del siglo XIX, las parcelas agrícolas eran alargadas para seguir la escorrentía natural de las aguas pluviales hacia el río. Aprende que el acebo es dioico, es decir, que necesita una compañera para producir bayas rojas. O que febrero es el mes del lirio azul: lo necesita entero para pasar del brote a flor.
Y claro, a base de observarlo, descubre que no todo es presente en su jardín. Una canica enterrada le retrotrae a su infancia y removiendo la tierra exhuma el cristal de una lupa y juguetes de sus hijos que vuelve a enterar por el placer “casi doloroso, de encontrarlos otra vez, dentro de unos años, y volver a recordar”. Además, no sólo hay trastos y juguetes rotos enterrados. “Toda familia esconde algo de su historia, sobre todo en unos tiempos en los que hablar del pasado o recrearse en confidencias se consideraba inútil”. Al final de la Primera Guerra Mundial, un soldado americano le dejó a la bisabuela de Jolivot un regalo: su abuelo Jacques. Él lo recuerda con una boina que le robaba cuando se quedaba dormido. También recuerda cuando era incapaz de imaginar que ese abuelo hubiera, alguna vez, sido joven. Fue la muerte de su hijo menor lo que entristeció de por vida a ese abuelo. “Tras una sonrisa tímida, mi abuela estuvo al borde del llanto cada minuto del resto de su vida”.
Ni todo es presente ni pasado, ni todo es todo vegetal y animal en el jardín. Louis León Pérou Jagot era un negociante de carbón que compró la parcela y su cabaña por 1.600 francos. Corría el año 1869. Y la pudo comprar porque al antiguo propietario, Jacques Pinet, un albañil sin descendencia, se la legó a su hermana, que la vendió. Mientras conocemos la historia del jardín y de la familia de Jolivot, aprendemos que la margarita africana nace lila y se abre rosada. Y que en abril florece el lirio versicolor. También que el mirlo de los Jolivot se llama Tino. Y cuando su señora mirla está incubando, él permanece atento y si ella sale a picar algo, sabe conciliar: comparte responsabilidades y vigila el nido.
Con todo lo que apunta y dibuja no parece que Jolivot se canse de mirar. Es una falsa impresión. “Es preciso mirar con atención para ver evolucionar el jardín. Mientras observaba a una rana, he distinguido en el agua turbia media docena de alevines grises de carpa dorada”. Camuflados en el agua, son los destellos lo que traiciona su presencia.
¿Cuándo aparece Jolivot en el jardín? Cuando se casó el hijo primogénito. “El enlace corría prisa pues la jovencísima nuera ya llevaba dentro una personita”. Era Jolivot. Creció en ese jardín entre hileras de hortalizas y macizos de flores. Descubrió el mundo que le llevaría hasta China cuando reunió el valor para trepar el muro del jardín. Vivió el aislamiento y el progreso: en 1976, llegó al patio una piscina hinchable.
Aunque Jolivot asegura que su regreso a esa casa —la compró solo porque era barata, dice— no tuvo nada que ver con la nostalgia. Regresó con su compañera embarazada. ¿Qué se aprende, entonces, con este libro? Lo que Jolivot nos muestra es que las semillas pueden dormitar mucho tiempo en el suelo. Y, de ponto, un día, empiezan a germinar. También que allí donde has sido feliz, sí puedes, y tal vez debas, volver cuando tomas conciencia de esa felicidad.
Babelia
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