Retablo ibérico del santoral político
Creo que no se puede entender la última historia de España sin tres personajes, siempre que se tenga en cuenta que los grandes acontecimientos suelen tener su origen en el envés del espejo público


El retablo barroco que sirve de adorno al altar en las iglesias suele constar de tres cuerpos divididos por columnas corintias donde se exhiben figuras del santoral en distintas hornacinas. Imagino que estos santos podrían ser sustituidos por algunos personajes políticos y crear con ellos un nuevo retablo ibérico. En este caso la hornacina del cuerpo principal lo ocuparía el rey don Juan Carlos, solo o con su familia, tal como la pintó Antonio López. En los cuerpos laterales, a la izquierda podría figurar Jesús Aguirre, duque de Alba, en actitud beatífica con un libro de Walter Benjamín en la mano, y a la derecha la imagen de Carmen Díez de Rivera como una virgen exhibiendo una palma del martirio. Las pequeñas tablas de la predela en la parte inferior del retablo en las que se exhiben diversas escenas de la vida de un santo, Adolfo Suárez es quien reúne más méritos para ocuparlas.
Creo que no se puede entender la última historia de España sin estos personajes, siempre que se tenga en cuenta que los grandes acontecimientos suelen tener su origen en el envés del espejo público, en la trastienda o en el patio de atrás. Una nota a pie de página a veces esconde la clave de una encrucijada histórica. Si el aleteo de una mariposa es capaz de romper todo el equilibrio planetario, ese efecto también puede darse si un asno mueve el rabo.
La figura de Jesús Aguirre, duque de Alba, forma parte de ese retablo ibérico no porque hubiera desencadenado un acontecimiento importante en nuestra historia, sino debido a que su biografía como telón de fondo muestra todo el esperpento que este país es capaz de generar, hasta el punto que Valle Inclán lo convirtió en un género literario. Hay que colocar la vida de Jesús Aguirre en el contexto de la primera mitad del siglo pasado, en la España cerrada de una ciudad de provincias. Un seminarista, hijo natural de una familia de Santander que cuidaba muchos los saludos y sus buenos apellidos, pese al escándalo social de su natalicio, logra escalar la cumbre de la teología con Ratzinger, el futuro Papa, su profesor de Dogmática en Múnich. De regreso a España, ordenado sacerdote, empezó a tocar todos los palos del progresismo. Tuvo arrodillados a sus pies en confesión a los intelectuales y socialistas más preclaros, los casó, bautizó a sus hijos, enterró a sus muertos, les predicó unos sermones herméticos fundados en la teología cósmica los domingos en la capilla de la universitaria a donde acudían en recua sus fervorosos admiradores, creyentes y agnósticos. Jesús Aguirre estaba siempre allí donde se cocía la modernidad, tanto en el sexo como en la inteligencia, hasta que un día cambió la sotana por jerséis de fancy man y zapatos de tafilete y después de probar con varios novios, le dio por acometer la hazaña de enamorar a Cayetana de Alba y lo consiguió hasta el punto que se convirtió en el duque más duque de todos cuántos duques ha habido en España.
Por otra parte, es inaudito que fuera una joven rubia de ojos verdes trasparentes y pómulos muy abiertos, Carmen Díez de Rivera, producto de una aristocracia añeja, la encargada de modernizar a un rey y a un presidente del Gobierno, quitarles toda la caspa franquista que les quedaba y mostrarle la corriente más fresca y saludable del pueblo llano. Venía de recuperarse de un patético melodrama sentimental. Se había enamorado de su hermano, hijo del político Ramón Suñer, amante de su madre la marquesa de Llanzol. Sin ese triángulo formado por una aristócrata rubia, por el presidente Suárez, un político con una ambición insomne y por un rey frívolo que estuvo a punto de acabar con la monarquía, no se puede entender la Transición, que aparte de las corrientes sociológicas de fondo, fue posible porque estos tres personajes se pusieron de acuerdo en colocar los bueyes delante de la carreta y no al revés para sacarla del albañal del franquismo. Poco habló la rubia Díez de Rivera, pero dijo lo suficiente: que la democracia no sería posible sin la legalización del Partido Comunista y que Suárez una vez colmada su hazaña de traer la libertad y la democracia a España debería irse a casa porque solo por eso ya sería respetado como un héroe por la historia. No le hizo caso. Y así acabó siendo derrotado.
El cuerpo principal de este retablo lo ocupa el rey Juan Carlos, antes de cometer sus supuestas tropelías entre el sexo y las finanzas. El pintor Antonio López tardó más de 20 años es sacarle el alma. En este rey se cumplió el revés de mito de Dorian Grey. En un salón oscuro del Palacio Real estaba incólume el cuadro de Antonio López mientras la persona física del monarca había ido envejeciendo y degradándose en público rodeado de escándalos, pero al revelarse el retrato, el rey apareció limpio de corrupción, joven y simpático. Este trío de naipes de la baraja componen un retablo ibérico. Es la nota a pie de página de nuestra historia, el efecto mariposa que se produce cuando un asno mueve el rabo.
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