Una tarea infinita
La observación de momentos epifánicos es la conocida especialidad de Peter Handke


Le vi cruzar con paso rápido la plaza de Furstemberg de París. Podía ser Peter Handke, por qué no. ¿O no pensaba en él a veces y siempre acababa preguntándome qué habría sido de su obra tras ganar el Nobel? Podía ser Handke, sí, el admirado renovador de la escritura épica que en sus comienzos llegó a ser incluso una estrella pop de mi generación.
Pero vi pronto que era solo un tipo flojo con una corbata con nudo flojo que se balanceaba de un lado al otro al compás de su paso rápido. No, no era Handke. Un Nobel no lleva flojo el nudo de la corbata. ¿O tal vez sí?
Le recordaba potente en los años sesenta, con sus osados textos transgresores. Y aún más en los noventa con obras como Ensayo sobre el jukebox, un paseo por Soria en el que, como comentara Eustaquio Barjau, encontró en la ciudad castellana “un paisaje vacío que invitaba a la experiencia mística y un espacio natural idóneo para desarrollar su creatividad”
Tras el embrujo de aquel libro y de otro ensayo narrativo genial sobre el cansancio, dejé de frecuentar por un tiempo su obra, hasta que un día regresé a su zona de influencia y a preguntarme qué habría sido de su vida después del premio sueco. Era curioso, la línea que más recordaba de Handke era una muy simple que había leído hacia el final de Desgracia impeorable: “Mi madre era sonámbula”
Y la verdad es que no puedo negar que andaba yo algo sonámbulo cuando, no hace mucho, casualmente, le descubrí sentado en un bar de Chaville —y esta vez era él sin duda—, justo cuando un imbécil le preguntaba:
— ¿Escribe usted todavía un poco?
¿Cómo que escribo “un poco”?, me pareció que se decía a sí mismo, y creí ver que veía en el intruso a un tipo parecido al que veía yo: uno de nuestros pensadores de cumbre rasa, autor de pseudolibros, representante ideal de una cultura lectora cada día más iletrada.
“Un poco, un poco”, parecía repetirse Handke intrigado. Y me acordé de cuando con el paso del tiempo los jukeboxes de Soria fueron comenzando a perder su fuerza magnética al tiempo que caía yo en un estado similar de hundimiento lento del que supe salvarme convirtiéndome en un observador. ¿Observador de qué? Muy sencillo: de momentos epifánicos, conocida especialidad de Handke. De momentos epifánicos, de transformación de otros seres, incluido yo mismo, sin ir más lejos. Toda una tarea infinita sobre la que medité largamente en noches de hospital frío de este último agosto: noches dedicadas tanto a la superación de un umbral nuevo de conciencia como a la apertura de un camino con nuevas perspectivas, de comprobación, por ejemplo, de lo relativo que es todo cuando uno salva la vida in extremis y se sitúa ante un nuevo indicio de conciencia.
Si atrás quedaban clausuradas pobres escenas de vida, delante entreveía una tarea interminable.
Lo relativo que es todo. Juraría que Handke se molestó en decirme que, en efecto, las glorias mundanas habían neutralizado su voz transgresora de antaño, pero que no lo vivía como un descalabro, sino al contrario, no paraba de partirse literalmente de risa.
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