Muere el escritor David Lodge, maestro del desencanto cómico, a los 89 años
El autor se hizo mundialmente conocido por la llamada “trilogía de campus”
“Literature is mostly about having sex and not much about having children; life’s the other way round.” (“La literatura trata principalmente sobre tener sexo y no tanto sobre tener hijos; la vida es justo al revés”). Quién puede decir algo así, salvo un sabio perspicaz, un ilusionista de los conceptos con la capacidad didáctica necesaria para convertir la intención literaria en un dicho divertido e inteligente, como este.
El escritor británico David Lodge falleció el día de Año Nuevo de 2025, tres semanas antes de cumplir los 90 años. Fue mundialmente conocido por su “trilogía de campus”, un género literario que cultivó junto con su amigo Malcom Bradbury, entre otros, llevando a la ficción a los alumnos y profesores de la universidad de Rummidge, trasunta de la de Birmingham. Pero la obra de Lodge va mucho más allá de este etiquetaje impreciso, aunque necesario, en el que suelen caer los estudios humanísticos.
Lodge cultivó con gran éxito la comedia dramática, desde The Picturegoers, publicada en 1960, hasta su último trabajo de ficción, Deaf Sentence, de 2008, pasando por su famosa trilogía, compuesta por Intercambio (1975), El mundo es un pañuelo (1984) y ¡Buen trabajo! (1988), traducidas al castellano en la Editorial Anagrama. Asistimos en ellas a la creación de un universo endogámico y bien planteado, en fondo y forma, con personajes originales, tramas narrativas potencialmente cómicas y un tono emotivo de desencanto, acaso de tristeza, necesario en cualquier comedia que se precie. Posteriormente escribiría dos novelas distintas, con un trasfondo histórico, basadas en experiencias de escritores a los que admiraba. Fueron ¡El autor, el autor! (2004), sobre un Henry James que se debate entre la calidad literaria y el éxito de ventas y de público, y Un hombre con atributos (2011) donde se narran las andanzas literarias y amorosas de H.G. Wells, esta última publicada en nuestro país por Impedimenta.
Después de eso, Lodge escribió su propia autobiografía, un texto delicioso, plagado de curiosidades y anécdotas, en el que se autorretrata en todas sus facetas: como novelista, como académico, como esposo y también como padre de sus tres hijos. Ocupa tres volúmenes: Quite A Good Time to be Born: A Memoir: 1935-1975, Writer’s Luck: A Memoir: 1976-1991 y Varying Degrees of Success: A Memoir 1992-2020.
Su obra ensayística es de lectura igualmente recomendable, incluso para los que no somos académicos. Destaco dos joyas que deberían estar presentes en todas las bibliotecas: El arte de la ficción (1992, Austral) y The practice of writing (1997), en las que, a través de ejemplos de novelas y novelistas de distintas épocas, Lodge nos habla del arte de escribir y también del de leer, mediante el análisis y la reflexión de cada caso, jugando siempre con factores sorpresa que nos deleitan.
David Lodge llegó hasta mí con Fuera del cascarón (1970), en una época de mi vida en que leía compulsivamente en inglés. No sabría decir por qué, pero congenié con la prosa limpia y precisa de Lodge, con sus juegos de palabras y con esos personajes entrañables, antihéroes que, entonces no lo sabía, eran parte de sí mismo. A continuación, leí la famosa trilogía y sus obras anteriores para, por fin, leerlo en orden cronológico: Noticias del paraíso (1991), Terapia (1995), Thinks… (2001).
Y en ese año 2001 busqué su correo electrónico y le escribí un correo electrónico. Así, en plan: “Oiga, disculpe, no sé si usted será el escritor David Lodge, pero en todo caso, es probable que lo conozca”. Y David me respondió al día siguiente unas palabras que, hoy más que nunca, tienen un inevitable eco de trascendencia. “I am the David Lodge you are looking for” (Soy el David Lodge al que está buscando), como si fueran dichas a modo de presentación por un héroe de ficción, quién sabe si el mismo Bond, James Bond. Desde entonces y por espacio de más de 20 años, David leyó mis correos y los respondió cumplidamente, animándome a seguir escribiendo y previniéndome de los sinsabores que trae una exposición pública, llena de competencia, como es el ejercicio de la literatura.
Y por fin, en septiembre de 2011, tuvimos la oportunidad de conocernos en el festival literario La Risa de Bilbao, donde cada año se homenajea a un autor de “literatura con humor”. Aquel año el homenajeado fue David. Cuando le preguntaron si conocía a algún periodista o escritor español que pudiera hacerle una entrevista pública en la sala BBK, David se acordó de mí, siempre y cuando tuviera el nivel de inglés necesario. No lo dijo guiado por esa flema británica que repudia las imprecisiones lingüísticas de los no nativos, sino sencillamente porque se estaba quedando sordo y tenía miedo de no entender a su interlocutor. Y quizá también porque era un tímido sin solución y prefería ser entrevistado por alguien conocido, aunque solo fuera a través del correo electrónico.
Por descontado, acepté el encargo, no sin mil temores, y me preparé para cumplir el sueño de conocer al maestro. Descubrí que David Lodge, que entonces tenía 76 años, conservaba el gesto pícaro de ese compañero del colegio ingenioso pero discreto que todos hemos conocido. Ese que planeaba las bromas y provocaba la risa de los demás mientras se libraba del castigo que venía después. En sus ojos había un brillo de ironía perpetua, un reflejo travieso e inquietante, pero su boca reflejaba bondad y camaradería. Hicimos buenas migas. Paseamos por la capital vizcaína, hablamos de literatura, hicimos esa entrevista en una abarrotada sala BBK y posamos para unas fotos que tomó su esposa, Mary, siempre cómplice de David. Y así hemos quedado retratados para la posteridad, llevando al cuello el cachirulo que le regalé a modo de recuerdo de mi tierra, como dos baturros sonrientes de distintas nacionalidades.
David Lodge ha muerto y no morirá nunca. Nadie puede morir del todo si deja una obra escrita tan completa y brillante como la suya. Quizá por eso nos hacemos escritores, porque queremos ser inmortales y permanecer en la existencia de los demás cuando la nuestra se termina, siempre y cuando queden lectores con ganas de tener sexo y no tanto de tener hijos. You know what I mean.
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