David Lodge: “En los años setenta, el infierno desapareció”
El octogenario escritor británico publica ‘Almas y cuerpos’, novela de 1980 sobre el despertar erótico y el ocaso de la fe de un grupo de jóvenes católicos en la Inglaterra de la revolución sexual
Atención: esta novela habla de catolicismo. El catolicismo (atiendan, millennials) era una superstición de la antigüedad que se basaba, entre otras cosas, en la existencia de un infierno no metafórico, la proscripción de solaz genital, la culpa indeleble y, cómo no, la presencia acosadora de un ente supremo que, tras habernos creado en un momento de tedio, cual excreción nasal, nos abandonó a nuestra suerte. Hoy en día católico es un arcaísmo, una palabra extinta sobre la que los jóvenes piden clarificación, igual que viruela o deshollinador, pero hubo un momento en que la mayoría de la población acataba el dogma.
El catolicismo (no se despisten, millennials) duró más o menos en cada país dependiendo de la burricie de su censo y del sistema de gobierno imperante. En España no se legalizó el divorcio hasta 1981, por ejemplo, mientras que el Reino Unido lo había hecho en 1873, con más de un siglo de antelación. Y sin embargo, aunque el revisionismo nostálgico nos pinta los años sesenta británicos como el súmmum del despelote yeyé, el proverbial monte no era todo orégano. Para muchos ciudadanos ingleses, la Era de Acuario solo lo fue por el acuario con pececitos de colores que les regaló la suegra a los diecisiete, tras su boda de penalti. La desaparición del cilicio venéreo demoraría su llegada hasta la década de los setenta, al menos para el 12% católico de la población.
Ese es el mundo que nos pinta David Lodge en Almas y cuerpos, publicada originalmente en 1980. El título original, How far can you go?, hace referencia a la penosa pregunta que todo púber católico le balbucía tarde o temprano a su capellán: “¿hasta dónde puedo llegar con una chica sin que sea pecado?” (la respuesta jamás fue alentadora; nunca se dijo “hasta la felación” o algo parecido). “El título vino de un amigo académico que había asistido a una escuela salesiana”, comenta el autor. “Él y sus compañeros se burlaban del anciano sacerdote haciéndole la pregunta de marras. La frase adquiere otros significados a medida que avanza la trama: “¿Hasta dónde puede llegar uno cuestionando la doctrina recibida antes de que comience a socavar la fe misma?” y “¿Hasta dónde puede llegar uno apartándose de las normas de la ficción realista antes de socavar la fe del lector en la historia?”.
"La anticoncepción se consideraba un pecado mortal, lo que, según la teología de la época, podría consignarle a uno al infierno eternamente, si moría antes de ser absuelto en confesión"
Los protagonistas, un grupo de jóvenes católicos de clase media-baja (creyentes y practicantes, con distintos grados de tesón), se adentran en los Swinging Sixties con una mezcla de inopia y remordimiento. Después de todo, viven dos realidades simultáneas: la de la calle y la de su fe. Su círculo imperfecto de virginidad-hasta-el-matrimonio coexiste en el tiempo con los Beatles, los cines guarros de Piccadilly Circus y las novelas prohibidas (que leía todo Dios). Su castidad es un cubito de hielo que lucha por no licuarse en la liberada fogosidad nacional. “En la década de 1970”, responde Lodge, “la liberación sexual que se había manifestado por primera vez en los años sesenta, gracias a la disponibilidad de la píldora, fue acogida con entusiasmo por la generación más joven en Gran Bretaña y en otras partes de Occidente, y continúa hasta el día de hoy. Por eso escribo: En los años setenta, el infierno desapareció. Cuando mis personajes discuten este asunto se ven obligados a admitir que en la juventud fueron castos por miedo supersticioso en lugar de por principio. La enseñanza católica usaba el miedo al infierno como un desincentivo para la indulgencia sensual, pero el sermón ya casi ha desaparecido”.
A la pregunta de si no teme que el lector moderno, enfrentado al volumen de doctrina católica de la obra, entre en shock anafiláctico (o anafilaico), Lodge responde: “sabía que una novela sobre jóvenes católicos y su paso a la vida adulta podía ser poco atractiva para un público lector secular en sus valores y puntos de vista. Quise resolver este problema comenzando la novela con un resumen irónico, divertido, de la doctrina católica y las creencias, esperanzas, ansiedades, miedos y complejos que engendró, deseando que ese resumen funcionase para lectores católicos y no católicos. La novela debía seguir la suerte de varios personajes desde sus días de estudiantes hasta el presente, lo que significaba que debía tener un narrador intrusivo que guiara la historia a ritmo rápido, comentando los personajes y sus acciones, a la vez que esbozaba el trasfondo histórico cambiante mediante alusiones a eventos conocidos”.
La lectura de Almas y cuerpos trae a la mente unos versos de Philip Larkin: “Sexual intercourse began / In nineteen sixty-three (which was rather late for me) —“el acto sexual empezó / en mil novecientos sesenta y tres (un poco tarde para mí)”—. La actitud millennial respecto al sexo es (sospecho) ir y hacerlo, pim pam, sin distinguir género, raza ni especie, quizás compartiéndolo en redes al terminar, pero en los sesenta ingleses aquello era un drama. La novela de Lodge nos explica (o, ¡ay!, recuerda) cómo era lo de tener relaciones sexuales basadas en el oprobio, el silencio y la inoperancia. “Sí, el sexo es un tema importante en la novela”, contesta Lodge. “Concebí y escribí el libro cuando todavía era católico practicante, casado con tres hijos. Mi mujer y yo éramos católicos progresistas que apoyaron los cambios en la liturgia inspirados por el Concilio Vaticano de 1962. Los católicos conservadores estaban consternados e hicieron todo lo posible para resistir la marea del cambio. La religión se volvió tan emocionante como la política secular. El tema del sexo y el control de la natalidad dividió a los católicos. La anticoncepción artificial se consideraba un pecado mortal, lo que, según la teología de la época, podría consignarle a uno al infierno por toda la eternidad, si moría antes de ser absuelto en confesión. Algunos sacerdotes que criticaron la encíclica papal Humanae Vitae fueron disciplinados y suspendidos. Empecé a pensar que allí había material para una novela”.
David Lodge es, tras décadas de traducción regular de sus obras, un autor querido por el público español. El lector no lego hallará en Almas y cuerpos todos los elementos recurrentes del corpus lodgeano: la fascinación por el mete-saca y sus consecuencias; la torpeza amatoria y el pánico hacia lo físico (típica, por extensión, del carácter inglés); la palpable ternura del escritor hacia sus personajes, por tardos y reprimidos que sean; la inescapable sensación de estar leyendo una autobiografía velada; y, sin duda, aquella comicidad serena y prudente, de apertura retardada, que algunos críticos con pituitaria hipersensible definen como “hilarante” (no lo es; ni falta que hace).
"Ninguna de mis novelas es un fracaso total, pero algunas de las primeras tienen errores. Ahora, a los 85 años, ya no tengo ninguna idea"
Almas y cuerpos, sexta novela del autor, se distingue de sus predecesoras (y sucesoras) por lo que algunos de ustedes habrán sospechado al leer las palabras “narrador intrusivo”. En efecto, amigos (ta-ta-tá): este es el libro posmoderno del escritor. Lodge rompe la cuarta pared aquí y allí para recordarle al lector que eso, por si no se había dado cuenta, es una novela, y los personajes, producto de su imaginación. Otros escritores ingleses arruinaron novelas perfectamente válidas con mimbres parecidos, pero en las manos de Lodge el artificio se torna juego, chanza íntima. “La novela no intentaba reproducir una ilusión perfecta de la vida subjetiva de los personajes, como las de Henry James y Virginia Woolf, sino experimentar con un estilo que, en efecto, comenzó a llamarse posmodernista y metaficcional, exponiendo la maquinaria de ficción en el acto de crearla. Estuve influenciado por novelas contemporáneas que admiraba, como Matadero 5, de Kurt Vonnegut, y La mujer del teniente francés, de John Fowles, y en aquel momento me pareció liberador en extremo, aunque uno no puede seguir escribiendo indefinidamente novelas de este tipo”.
David Lodge, tras Cuerpos y almas, escribió diez novelas más. Completó su llamada trilogía del campus, publicó dos biografías de autores admirados (Henry James y HG Wells), dos volúmenes de autobiografía cuyo detallismo rayaba la compulsión y un manual de teoría literaria. “No creo que ninguna de mis novelas sea un fracaso total”, afirma, cuando le conmino a juzgar su carrera, “pero algunas de las primeras tienen errores. Debo admitir que ahora, a los 85 años, no tengo una nueva idea para una novela. Es una experiencia bastante común en novelistas octogenarios, por desgracia”.
Almas y cuerpos. David Lodge. Traducción de Mariano Peyrou. Impedimenta, 2020. 385 páginas. 23,50 euros.
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