Recuerdos secundarios
La pesadilla de los recuerdos insustanciales parece que es más común de lo que creía
Sucedió el sábado, y duró segundos: en directo, un primer plano de Trump en la televisada reapertura de Notre Dame. En realidad, no sucedía nada, salvo que no se veían vecinos y aquel primer plano parecía comunicar con el vacío. Todavía hoy me pregunto si aquella imagen no ofrecía la síntesis misma de la actual confusión global. Según cómo se mirara, el propio Trump era el espejo, la imagen viva de la desorientación, del desvarío que recorre el mundo. Y también todavía hoy me pregunto de qué modo quedará en mi memoria, si es que queda, esa imagen del invitado de la catedral de Notre Dame.
Sé que ahí no sucedía nada, pero también que en algunos de mis recuerdos más recurrentes, desde hace años y para mi sorpresa, no pasa absolutamente nada y, sin embargo, esos anodinos recuerdos con el tiempo parado suelen reaparecer cada dos por tres con extraña constancia, a pesar de que son grises, secundarios, planos, inocuos.
La pesadilla de los recuerdos insustanciales parece que es más común de lo que creía. Persigue, por ejemplo, a John Banville. Durante su estancia en Madrid (para el programa Escribir el Prado), conversó con Sergio Antoranz sobre el estado de confusión en el que vivimos y, partiendo de que es llamativo que algunos recuerdos secundarios predominan sobre los importantes, citaba uno muy personal que había tenido Praga como escenario. Hallándose Banville en esa ciudad, parado en una esquina, no ocurría nada, el lugar estaba desierto y de repente llegó un golpe de brisa. Y decía: “Nunca he olvidado ese momento. ¿Por qué? Durante mi visita a Praga me sucedieron cosas mucho más memorables, pero las he olvidado. Sin embargo, ese instante lo recuerdo. La memoria es una facultad muy extraña, no la entiendo”
Sí, es una facultad extraña. Entre las escenas del pasado que vuelven a mí y en ellas, que yo sepa, no sucede nada, absolutamente nada, está la de un paisaje en las afueras de Dublín, en un 16 de junio ya lejano, mientras celebro un Bloomsday con los amigos, y esperamos el ferrocarril que nos devolverá a la ciudad. No pasa nada ahí, salvo que mi mirada se desplaza hacia el mar, donde veo una hilera de monótonos árboles que llega a una línea de rocas de arenisca blanquecina que acaba en una tierra baldía.
Ese erial tiene, como recuerdo, una maniática insistencia en visitarme. A veces, hasta me río y con toda confianza —con la familiaridad con la que a veces le hablamos a nuestras más reiteradas pesadillas propias— le digo que adiós muy buenas. El erial es como el clásico pariente al que le da por visitarte con innecesaria reincidencia y siempre para no decirte nada. Pero es que nada. ¿Algo más?, le pregunto. Nada, dice el pariente, ya me iba.
Desde el sábado temo que, cuando reaparezca esa imagen del erial de Dublín, mi vista se desplace a la derecha en dirección al mar y vea que comunica con el vacío y con el hombre pasmado de Notre Dame, síntesis de nuestra confusión global. Todo podría ser porque, como decía Kafka y nos recuerda Banville en la brillante entrevista, todo transcurre en la más profunda oscuridad.
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