Nick Cave: un concierto majestuoso en Barcelona
El cantante australiano, con sus Bad Seeds, escalofrió el Sant Jordi con gritos y susurros en una actuación de alto octanaje emocional. Este viernes repite en Madrid
Si las drogas son malas, muy buenas debieron ser las que consumió en sus años de plomo. Si la muerte de los cercanos hunde, muy emocionalmente sumergido hubo de estar el australiano para emerger con tanta determinación. Si la vejez debilita, aún no parece haber mellado el vigor de un artista que el jueves, trajeado, flaco y expansivo, navegó entre el bofetón y la caricia sometiendo con su música durante dos horas y media al público que llenó tres cuartas partes de un Sant Jordi que con un telón ajustó su capacidad al poder de convocatoria de un Nick Cave espléndido y dominador. De principio a fin, de Frogs a Into My Arms, alfa y omega de un concierto apabullante, torrencial y de una intensidad inusitada para un caballero de 67 años que no los ha consumido precisamente meditando. Con sus Bad Seeds, seis músicos con notable acento en las percusiones, cuatro coristas para arrimar las ascuas del infierno al incienso de la iglesia y un Warren Ellis con sus aires de druida urbano en plan torturador de violines, Nick Cave se mostró pletórico. Aquello que no mata puede fortalecer. Sí a él.
Dos extremos tomados al albur, aunque hubo muchos otros en un concierto de intensidad variable expuesto entre la tensión eléctrica y la solemnidad espiritual. Piezas seis y siete, From Her To Eternity y Long Dark Night. Una tensa, apremiante, crispada, con la voz escupida desde los años ochenta en los que la firmó con sus Bad Seeds. Tensión y electricidad. Otra pausada y de este año, conducida por el piano de Cave, aires de reposo clásico, de un Elvis baladista y entonación casi de crooner con el apoyo de las cuatro voces, tres femeninas, una masculina, para pausar la tormenta desplegándose como un mantra laico, un góspel sin dioses entonando “mi pobre alma estaba teniendo una noche oscura”. Dos caras de la vida y de la música en canciones que se sucedieron como un día tormentoso precede a otro soleado, mientras el público se mojaba bajo el diluvio de un Cave que se pasó buena parte del concierto paseando por un estrecho pasillo paralelo a la boca del escenario que le permitía tocar y ser tocado por el público, aguas bíblicas sobre las que parecía caminar. Era rock, era góspel, había electrónica, un poco de blues y siempre mucha pasión, una tensión insobornable, una catarata de cambiantes sensaciones para no dejar de creer en el dueño de ese rostro alargado enmarcado por el cabello y cuya frente no cabría en el monte Rushmore.
Su último disco, Wild God, ocupó buena parte del repertorio, que recorrió su práctica vida musical. Pero aun así, no había saltos, no hubo interrupción alguna en el majestuoso derroche de energía de un artista en vena, expansivo y si cabe hasta demasiado halagador, repitiendo hasta la saciedad con la mirada en sus fieles que ellos eran bellos, impelidos a cantar, a dar palmas, a sostener su figura tal que aquel Locomotoro que los más viejos del lugar recordaban inclinándose más allá de su centro de gravedad sin por ello caer. A Nick Cave no lo sostenía una fijación en los pies como al personaje televisivo, sino los brazos de sus fieles, en lo que había algo tan simbólico como el que uno de ellos le sujetase el micro mientras él cantaba para así poder gesticular con ambas manos. Hubiesen ido al mismísimo infierno por Nick Cave mientras él los llevaba a un cielo en el que encontrar a Anita Lane, excompañera de The Bad Seeds ya fallecida a la que dedicó la hermosa y pausada O Wow O Wow (How Wonderfuil She Is) que abrió el primer bis trayendo a la memoria al Kurt Wagner que usaba el vocoder en la época Flotus.
En conjunto 22 composiciones sobriamente expuestas en un escenario con tres pantallas que se quedó solo en una, la central, cuando Nick Cave interpretó al piano la balada I Need You. De nuevo se quedaría solo frente al piano en la final Into My Arms, hermosa despedida que permitió a muchas parejas abrazarse. En todo momento el peso visual recayó en él, saltando, corriendo, tumbando micros, en tránsito entre piano y boca de escena. También en Ellis y su voz entonada en agudo, como cuando abrió Bright Horses, o como cuando usó su violín sin arco en Tupelo o como cuando lanzaba besos a la multitud, casi como si fuesen tiernas pedradas del tamaño de sus anillos. A la izquierda de Cave era su muleta. Un Cave deletreador de palabras, acentuando cada sílaba mientras las mascullaba, apurando la fonética inglesa, como cuando en Conversion pronunciaba un “stacked stones” que debió fisurar la membrana del micrófono con las piedras apiladas durante siglos que cita la canción. Siglos. No los vivimos, fugaces como somos, pese a envoltorios de ridícula y minúscula grandeza. Aun con todo, Nick Cave nos contó —este viernes lo volverá a hacer en Madrid— que la vida tiene múltiples recovecos hermosos y que ella misma puede resurgir de la muerte, una vida cuyas heridas, la música ayuda a restañar. Hay que exprimir esa vida mientras dure, idea recurrente en funerales, ayer también en el vitalista concierto de Nick Cave. Alguien pudo creer también que las drogas ayudan a llegar casi a los setenta como un pincel de cabello azabache, pero eso mejor no creerlo.
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