Christopher Reeve, el Superman que se convirtió en héroe tras quedarse tetrapléjico
Un documental ilustra la trayectoria del primer actor en alcanzar el estrellato por encarnar a un superhéroe, cuando se cumplen dos décadas desde su fallecimiento a los 52 años
Fue la primera gran estrella del cine de superhéroes, cuya era moderna arrancó con su Superman en 1978. Y a la vez, convertido en el invencible hombre de acero, Christopher Reeve (Nueva York, 1952-2004) acabó su vida en una silla de ruedas motorizada y con un respirador mecánico a su lado tras una caída de caballo en 1995. Este jueves 10 de octubre se estrena en España, coincidiendo justo con el vigésimo aniversario de su muerte, Super/Man: la historia de Christopher Reeve, un documental biográfico impulsado por sus tres hijos que ilustra su brega como activista de las personas con parálisis, y las contradicciones en su carrera y en su vida. El documental ha ido dejando un poso doloroso en los espectadores desde su estreno en el pasado festival de Sundance: no solo murió Reeve, sino que su esposa, Dana, falleció 18 meses después por un cáncer de pulmón, y su mejor amigo, Robin Williams, se suicidó una década más tarde.
Lo más contradictorio del accidente que dejó a Reeve parapléjico el 27 de mayo de 1995 es que el neoyorquino era alérgico a los caballos. Empezó a montar para el rodaje de Anna Karenina (1985), le apasionó y desde ese momento se medicó para poder sumar la hípica a la ristra de deportes que practicaba, como el esquí, el tenis y la vela. Incluso como aviador cruzó dos veces el Atlántico en solitario.
La historia de Reeve, al menos contada desde el documental, irradia tristeza. Hijo de un matrimonio que se separó en su niñez (cada uno de sus progenitores se volvió a casar y tuvo más hijos), el actor luchó toda su vida para que su padre, F. D. Reeve, poeta, académico, traductor de los grandes novelistas rusos, defensor de la cultura de élite, se sintiera orgulloso de él. Solo una vez casi lo logró: cuando le anunció que iba a protagonizar Superman, su progenitor abrió una botella de champán pensado que actuaría en Man and Superman, la obra de George Bernard Shaw. En 2024 nadie recuerda a Reeve padre y sí a su hijo, porque devino en ídolo de la cultura pop.
Sin embargo, el actor, tras estudiar en Princeton y Cornell, no parecía llamado a protagonizar grandes sagas. Pasó por las aulas de la prestigiosa escuela Juilliard, donde compartió cuarto con quien sería su amigo del alma, Robin Williams, y debutó en el teatro con Katherine Hepburn. Estaba en el off Broadway representando con Jeff Daniels y William Hurt My Life, cuando su representante le llamó para una prueba en Londres. Hurt le dijo que no se vendiera, pero Reeve recordó un consejo que recibió del legendario John Houseman en Juilliard: “Es importante que usted sea un actor clásico serio, a no ser que le ofrezcan una cantidad asquerosa de dinero por hacer otra cosa”. Probablemente, Houseman recordaba sus penurias en el cine con su amigo Orson Welles, y jamás imaginó que de esa frase nacería el mito Reeve-Superman.
Reeve voló un día, hizo la prueba y volvió al siguiente. Richard Donner, director del filme, recordaba lo que les impresionó su aparición, y la sensación de que aquel chaval podía volar de verdad. Ni Hollywood ni Donner ni mucho menos Reeve —que se había emparejado con una agente de modelos a la que conoció en la cola del comedor de los estudios londinenses Pinewood, donde rodaba su salto a la fama— podían prever lo que supuso Superman para la cultura pop. Pronto hubo segunda parte, y por mucho que Reeve porfió por que el público le olvidara buscando películas muy alejadas, como Monseñor, Las bostonianas, El reportero de la calle 42, Lo que queda del día, Interferencias o El pueblo de los malditos, nunca pudo dejar atrás al personaje de Clark Kent.
Superman no le etiquetó, le devoró. Y eso que fue de los primeros en tomárselo en serio. Para el primer filme, se musculó entrenando con David Prowse (el hombre bajo el traje de Darth Vader). En el rodaje, se fue a buscar a Gene Hackman, que encarnaba a Lex Luthor, para ensayar, y su compañero se lo tomó a cachondeo: solo quería trabajar con Marlon Brando, que daba vida al padre biológico de Kal-El. El mismo Brando fue peor: rodó dos días, cogió el dinero y se largó. Amarrado su destino a la kriptonita, Reeve acabó rodando Superman III, una mirada irónica al personaje, que él nunca compartió, y la horrorosa Superman IV, un subproducto de presupuesto ínfimo. Amaba el papel porque aseguraba que en realidad encarnaba dos: a Superman y a Superman cuando se hacía pasar por Kent, construyendo así un personaje dentro de otro.
Y llegó 1995. Reeves se había separado, dejando atrás a su primera pareja y dos hijos en Londres. Conoció a una actriz, Dana Morosini, en 1987, con la que se casó cinco años después. Y con ella tuvo un tercer hijo, que ahora no recuerda a su padre caminando. En el documental, los hijos cuentan dos alargadas sombras de su padre: su miedo al compromiso (no se casó con su primera pareja, le costó un lustro hacerlo con la segunda) y que, a pesar de renegar de la lejanía emocional de su padre, Christopher Reeve se comportó de manera parecida con los suyos. Volcado en el deporte, muy competitivo, solo habló con calma con ellos cuando se quedó tetrapléjico y, por tanto, inmovilizado en la cama.
Cuando despertó del accidente hípico, que como dice su hijo pequeño podía haber sido por un centímetro mortal y por otro tan solo una caída bochornosa, Reeve se dio cuenta de que había arruinado no solo su vida, “sino de la todos” los que le rodeaban. Él mismo narra el documental en pantalla, gracias a que los documentalistas rastrearon sus mejores intervenciones en sus audiolibros de memorias, que se salvó porque oyó a Dana decirle: “Sigues siendo tú y te quiero”. De cuello para abajo había perdido toda sensibilidad y necesitaba un respirador. Su madre misma pidió que le desenchufaran. Tras varios días entre la vida y la muerte, salió adelante. Y el primero que le hizo reír fue Williams, que entró en su habitación del hospital disfrazado de proctólogo ruso.
“Nunca he sido un héroe y nunca lo seré”, afirmó, aunque meses después apareció en la gala de los premios Oscar de 1996, en silla de ruedas y dando ejemplo de perseverancia. Desde ese momento, Dana Reeve se dedicó a cuidarle emocionalmente y coordinar los cuidados médicos de su marido, que se volcó en una doble militancia: la lucha contra la condescendencia generada por su estado físico y, de paso, llamar la atención sobre los miles de estadounidenses paralíticos que no tenían sus medios económicos y la búsqueda de financiación para su fundación, creada para impulsar la investigación y los tratamientos más revolucionarios, basados en las células madre.
Fruto de esta batalla es un anuncio en el que aparece caminando. El director de la fundación explica que Reeve buscaba polarizar, porque no creía en lo de quedarse sentado dando pena y nunca pensó en la expresión falsas esperanzas, porque la esperanza nunca es falsa. Es la parte Man de Super/Man, y en la que su figura, ya admirada, se transforma en leyenda.
Durante una década Reeve además trabajó en alguna película, como La ventana de enfrente, versión del clásico de Hollywood, y dirigió dos más, todas con evidente trasfondo social. En cada aniversario de la caída, Robin Williams montaba una fiesta con un chef distinto para celebrar la vida. Hubo algunas mejoras en los movimientos del actor y por ello Dana abandonó la mansión familiar de Bedford (Nueva York) para ir a trabajar con un productor de musicales en California. Una de esas noches, el 9 de octubre de 2004, Reeve sufrió un fallo multiorgánico, entró en coma y murió al día siguiente, cuando Dana entró en la habitación del hospital.
Hay un epílogo que aún entristece más la pantalla. Tras el funeral, semanas más tarde, cuando retornó a los ensayos, Dana acusó una tos persistente. Después, un agudo dolor de espalda. Padecía un cáncer de pulmón, por el que murió en marzo de 2006. Matthew, el hijo mayor, apunta sobre su hermano: “William perdió en 18 meses a su padre, a su abuela, con la que estaba muy unido, y a su madre. Fue durísimo”. Y Glenn Close, amiga de la familia, verbaliza otro pensamiento que sobrevuela a los espectadores: “Si Christopher Reeve no hubiera muerto, Robin Williams todavía seguiría entre nosotros”.
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