La Filarmónica de Viena lo fía todo a la calidad y el virtuosismo en su regreso al Auditorio Nacional
Muchos aplausos, pero pocos momentos musicales memorables de la orquesta del Concierto de Año Nuevo, bajo la dirección de Daniele Gatti, en el arranque de la 55ª temporada de Ibermúsica. Un programa Stravinski-Shostakóvich que hoy servirá para celebrar el 30º aniversario del Auditorio de Zaragoza
No siempre ha habido días soleados en las actuaciones madrileñas de la Filarmónica de Viena. El 20 de enero de 1998, la legendaria orquesta del Concierto de Año Nuevo recibió una sonora pitada tras una desastrosa interpretación del Bolero de Ravel, en el Auditorio Nacional, bajo la dirección de Lorin Maazel. Fue “el mayor fracaso no solo de la historia reciente, sino probablemente de toda la historia de nuestra orquesta”, reconoció su antiguo presidente Clemens Hellsberg pocas semanas después en el Musikblätter, la hoja parroquial para sus abonados.
Se redimieron, tres meses más tarde, con un excelente Mahler bajo la dirección de Zubin Mehta. No obstante, en las seis visitas que ha hecho la orquesta austríaca a los ciclos de Ibermúsica, hasta la última en 2016 (la de 2020 fue cancelada por la pandemia), siempre ha sobrevolado ese fantasma de la decepción de 1998. Pero, una vez más, los aplausos y los vítores del público madrileño puesto en pie, el pasado martes 1 de octubre, al final de la Sinfonía núm. 10 en mi menor op. 93, de Dmitri Shostakóvich, evidencian otro éxito. Pero conviene matizar que, en realidad, fue una actuación donde primó la calidad y el virtuosismo del conjunto por encima de la música.
Shostakóvich admiraba profundamente la “brillante cultura orquestal” de la Filarmónica de Viena. Así lo manifestó, en 1955, tras escucharla bajo la dirección de Karl Böhm y, doce años después, le envió una felicitación con motivo de su 125º aniversario que se publicó en el Musikblätter: “La Filarmónica de Viena se ha ganado el ardiente amor de los amantes de la música de todo el mundo”.
Sin embargo, las sinfonías del compositor ruso nunca han sido parte habitual de su repertorio. No solo no estrenaron ninguna de ellas en Austria, a diferencia de la Sinfónica de Viena que ofreció primeras audiciones de diez de sus quince sinfonías, sino que la Décima es una de las más habituales, aunque sólo la hayan programado cuatro veces. Y desde la última vez que la tocaron, con Mariss Jansons como director, hayan pasado nueve años.
El italiano Daniele Gatti (Milán, 62 años) regresaba al podio de los filarmónicos vieneses, tras nueve años de ausencia, y después de superar un “comportamiento inapropiado” que provocó su despido fulminante como titular del Concertgebouw de Ámsterdam en 2018. Se trata de un director habitual en los conciertos de abono de la Filarmónica, desde 2005, y que ha dirigido dos de las últimas visitas del conjunto a Madrid, en 2011 y 2012, con sinfonías de Beethoven, Brahms y Mahler.
Esta Décima era su primera sinfonía de Shostakóvich con la orquesta vienesa. Una obra escrita, en 1953, como reacción a la incertidumbre y la esperanza que siguieron a la muerte de Stalin. Y el extenso moderato inicial sonó tan confortable, escaso de misterio y libre de tensión que resultó interminable. Por supuesto que la cremosidad de la cuerda vienesa en su registro grave y el solo de clarinete de Gregor Hinterreiter fueron excelentes. Sin embargo, el tema que toca ese instrumento de viento madera lo extrajo el compositor ruso de Urlicht (Luz primigenia), de la Sinfonía Resurrección de Mahler, y más concretamente de sus versos Der Mensch liegt in größter Not / Der Mensch liegt in größter Pein (el hombre está sumido en la mayor miseria / el hombre está sumido en el mayor dolor). Una sensación que tan sólo arreció levemente en el climático desarrollo, con poderosos metales, aunque el errático confort regresó en la recapitulación.
Shostakóvich contrastó el amplio movimiento inicial con un brutal y breve scherzo, tantas veces indicado como un retrato de Stalin desde las falsas memorias del compositor publicadas por Solomon Volkov. En cualquier caso, escuchamos poca claridad en la articulación con síncopas apresuradas en un fortísimo denso y escasamente amenazador. Incluso la furia siniestra del final del movimiento, que el compositor preparó con suma inteligencia con un pasaje en piano, adquirió un extraño aire circense.
Lo peor vino en el allegretto que sigue donde Shostakóvich utiliza el famoso acrónimo musical DSCH (las notas re-mi bemol-do-si conforme a la grafía musical alemana). Un retrato musical de los arranques del nervioso y aprensivo Shostakovich que son aplacados, hasta en once ocasiones, por la trompa tocando otro acrónimo musical, en este caso de su amante Elmira Nazirova (ELMIRA: las notas mi-la-mi-re-la). Pero todo sonó tan monótono que el excelente solista de trompa Josef Reif añadió algo de suspense con un leve error en la tercera repetición del tema de Elmira.
Por fortuna, lo mejor de la sinfonía se escuchó en el movimiento final. En el inicio andante, Gatti consiguió el clima meditativo ideal de estos pentagramas con una densa cuerda grave sobre la que se elevaron maravillosos y exóticos solos de oboe (Sebastian Breit), flauta (Luc Mangholz) y fagot (Lukas Schmid). Pero llegó el allegro final y todo se fio al confortable virtuosismo de la cuerda, la madera y el metal de la orquesta vienesa, que no perdió nunca ni la elegancia ni la compostura en los momentos más abrasivos de la obra. Y brillaron sus gloriosas trompas apoyadas por los timbales, al final, en la última reiteración del acrónimo del compositor.
No tenía mucho sentido cerrar la velada con una propina. Menos aún hacerlo con la Danza húngara núm. 5, de Brahms, al igual que hicieron en su última gira española por Oviedo, Granada y Sevilla con la núm. 1. Y, para colmo, tocada ahora mucho peor que la que escuchamos el pasado mes de junio. En todo caso, el concierto se abrió con otra composición infrecuente en los atriles de la Filarmónica de Viena: el ballet Apollon Musagète, de Ígor Stravinski, una obra que no tocaban desde 2007, en que también dirigió Gatti. Una composición, de 1928, escrita para cuerda que el italiano comandó con fluidez y apoyado en la exquisita sonoridad de los arcos vieneses. Pero donde, una vez más, hubo pocos momentos musicales memorables. Ni siquiera el etéreo y poético pas de deux, en que Apolo elige a Terpsícore para entrar en el Parnaso, destacó de la relativa opacidad general.
Lo mejor de Stravinski fueron los solos de la concertino, la violinista búlgara Albena Danailova. Fue toda una declaración de la imagen de modernización que trata de dar la orquesta austríaca con muchas instrumentistas en la cuerda junto a los segundos atriles de la flauta, el oboe, el clarinete y el fagot. Este regreso de la Filarmónica de Viena a Madrid forma parte de una pequeña gira española que proseguirá hoy, 2 de octubre, en Zaragoza, para celebrar el 30º aniversario de su Auditorio, y terminará el jueves, día 3, en Barcelona, como inauguración de la temporada del Palau de la Música Catalana.
Babelia
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