No desprecies un buen chisme: cómo el cotilleo ha esquivado el clasismo para conquistar la cultura
El poder de la habladuría se reivindica ahora en la literatura, el ensayo y el ‘podcast’ como herramienta subversiva frente al poder
Aunque lo etiquetó como “signo de debilidad” a ignorar, Kant fomentaba el cotilleo en sus cenas bajo “la obligación de secreto”: lo que se decía en su mesa se quedaba en la mesa. Kierkegaard también lo repudiaba. El pensador danés lo consideraba efímero, así que impuso un baremo clasista: “La habladuría [Gerede] es algo que cualquiera puede dominar”, escribió, restándole privilegio y, por tanto, interés. Hannah Arendt creía que para ser visto y oído solo importaba aquello que quedase en la esfera pública; ¿cotillear?, un acto indigno del recuerdo organizado. Hasta la madre de Nora Ephron, la guionista que transmitió obsesivamente a la escritora y directora lo de afinar bien el oído porque todo era un tema a explorar (y vampirizar) en su arte —”everything is copy” (todo es material, en español), le repetía—, temía con ansiedad las consecuencias del cotilleo sobre su persona. Cuando un amigo le pidió llevar a su casa a Lillian Ross, la cronista social de The New Yorker que tenía la capacidad de hacer que la gente sobre la que escribía pareciese mema, solo puso una condición: “Que venga a la cena, pero que no publique nada”.
La RAE dice que cotillear es “hablar de manera indiscreta o maliciosa sobre una persona o sus asuntos” y que cotilla es la “persona amiga de chismes y cuentos”. Da la sensación de que la carga negativa de ese intercambio siempre haya estado ahí, inmutable hasta en su definición, pero el cotilleo vive ahora una resignificación cultural liberada de prejuicios que pide sacudirse el polvo clasista, la misoginia heredada y anima a entender de otra forma esa transmisión de conocimiento aparentemente trivial. Desde ensayistas que defienden que cotillear (y quejarse) es una estrategia subversiva frente a las estructuras de poder a memorialistas que lo enarbolan en la literatura, pasando por cómo el algoritmo premia ahora a cuentas de cotilleos como Pop Crave, con más influencia frente a los medios tradicionales incluso en la información política, ¿qué ha cambiado para llegar a este nuevo paradigma que se despoja del desdén elitista del pasado?
Reivindicar el valor literario
“Toda literatura es cotilleo. ¿Qué es Anna Karenina, Guerra y Paz o Madame Bovary, sino cotilleo?”, dijo Truman Capote a Playboy, reivindicando el análisis de la moral en la ficción. El mayor cotilla del gremio sabía que quienes definen qué es alta o baja cultura andaban cargados de prejuicios para denigrar cierto tipo de escritura, enviándola al rincón de las fisgonas, las del escaso nivel intelectual.
“El cotilleo siempre ha tenido connotaciones misóginas, ha sido una estrategia fácil para desacreditar la escritura de las mujeres, declarando a ciertos sujetos ‘no suficientemente serios’ por ahondar en enredos románticos, la esfera doméstica o las costumbres sociales, relegándolos a una categoría inferior artística”, explica en un intercambio de correos la editora de Los Angeles Review of Books (LARB), Medaya Ocher, a propósito de Gossip (cotilleo), el último número de la publicación cuatrimestral que dirige, centrado precisamente en las derivas literarias y filosóficas sobre el arte de chismorrear.
Ocher aclara que lo que iba a ser un especial sobre la mentira en tiempos en los que la noción de verdad se debilita acabó centrado únicamente en el puro chisme. “Tiene una dimensión comunitaria que lo hace mucho más dinámico. Necesitas al menos dos personas para cotillear, y luego ellas necesitan a alguien sobre quien hacerlo. La palabra en sí denota una comunicación y un conocimiento compartido. Implica movimiento y cambio, relaciones y secretos, proximidad y precisión. Así que nuestro enfoque fue amplio: ¿Qué significa en el mundo actual y cómo interactúa con el lenguaje? ¿Cómo afecta al intercambio de conocimiento? ¿Y qué pasa con los sistemas de comunicación?”, apunta.
Uno de los ensayos más comentados de ese especial cotilla, cuenta Ocher, va sobre todo lo que decimos y escondemos a los demás en los selectivos de grupos de chats en los que nos comunicamos ahora, pero otro de los más valorados es el de la periodista y escritora Francesca Peacock, biógrafa de Margaret Cavendish, donde se pregunta si el cotilleo no ha sido más que un comodín para desacreditar la escritura femenina. Peacock parte de las anacoretas, pasando por Hélène Cixous, Maggie Nelson, Marguerite Duras o Rachel Cusk, entre otras, para establecer los límites del discurso aceptable y del escándalo en la esfera literaria. Su texto, en esencia, se pregunta sobre la voluntad y recelos de las autoras a querer encajarse, o no, en la “escritura femenina”, esa que parece siempre condenada a no ser la canónica o universal.
Aunque hasta el Papa de Roma sigue creyendo que “los cotilleos son cosa de mujeres”, la editora de LARB quiere mostrarse optimista frente a un nuevo paradigma literario, menos elitista y más inclusivo. “Todo esto está cambiando y se está reconociendo el poder y la complejidad del cotilleo en la narrativa. Mira a Jane Austen, lo usó de manera magistral y creo que, en este punto en el que estamos, su mérito literario es inapelable”, apunta. No está sola en esta cruzada reivindicativa.
En defensa de la cultura de balcón
Si Austen ha trascendido escribiendo sobre las etiquetas morales de su tiempo, ¿qué hizo si no Carmen Martín Gaite en Entre Visillos, su novela debut ganadora del premio Nadal 1957 al explorar con maestría los cotilleos de provincias en la posguerra? En ese texto clarividente y alejado de pedantería, la habitación propia que defendía Virginia Woolf era un privilegio que aburría y daba frío a sus protagonistas, más interesadas en pasar el día en el mirador de la casa. Allí donde se veía la calle y se recibía al resto, lo primero que se limpiaba por la mañana y donde estaba la mesa camilla, allí donde se parloteaba no tan banalmente con las amigas que venían de misa sin el riesgo de ser juzgadas por salir de la casa era donde todo lo interesante acontecía. Un rincón fascinante que reivindicaría después Montserrat Roig en Dime que me quieres aunque sea mentira (traducido del catalán y recuperado por Plankton en 2023) cuando sentenció “yo no quiero hablar de escritores sensibles, sino de cotilleo. Y de ventanas, balcones y galerías”.
¿Y si las habladurías sirviesen para trazar la investigación moral de una historia? “El chismorreo es el tramo inferior de la escala platónica que conduce al conocimiento de uno mismo. Buscamos desesperadamente información acerca de cómo viven los demás porque queremos saber cómo vivimos nosotros, y, sin embargo, nos enseñan a considerar que este deseo es una forma ilegítima de fisgoneo”, escribe la crítica literaria, ensayista y biógrafa estadounidense Phyllis Rose en Vidas paralelas, el ensayo sobre cinco matrimonios victorianos que publicó en 1983 y que recuperó Gatopardo en 2023. Antes de diseccionar magistralmente la unión de Charles Dickens y Catherine Hogarth y otras uniones de la época, esta forofa del buen chisme deja clara su posición: “Si el matrimonio es una experiencia política, debatir sobre él debería tomarse tan en serio como debatir acerca de las elecciones nacionales. Como buenos ciudadanos, deberíamos resistirnos a la presión cultural que nos invita a rechazar este tipo de conversaciones como chismorreo”.
El buen poder
En la cultura laboral, a la transmisión de información sobre salarios o posibilidad de despidos se la desprecia etiquetándola de “pasillismo”. Cuando los privilegiados por nepotismo o quienes ejercen abuso de poder son señalados, como pasó inicialmente con Harvey Weinstein, muchos se apoyan en la misma muleta: esa denuncia no es más que cotilleo estéril, rumores por la envidia que irradian al resto. Cotillear suele beneficiar más a quien está fuera del poder que a quien lo ejerce. Bien lo saben en Los Bridgerton, donde una de las subtramas de la serie explora la posibilidad de cotillear sobre los anhelos de igualdad social y feminismo en la revista que todos los privilegiados leen. Los excluidos, por norma general, tienen menos que ocultar y poco que perder, así que se les inocula la idea de cierta corrupción moral si verbalizan su desventaja.
La pensadora Sara Ahmed lleva años investigando las estrategias del sistema para desprestigiar la cultura de la queja y ha señalado que el cotilleo, además de estar socialmente arraigado al género de quien transmite la información, es una forma de denigrar el poder de la información colaborativa entre quienes se quedan fuera del pastel. Lo cuenta en ¡Denuncia! El activismo de la queja frente a la violencia institucional (Caja Negra, 2022), su último ensayo, donde se centra en las trabas para formalizar denuncias en el ámbito universitario.
El antropólogo y psicólogo evolutivo Robin Dunbar identificó en 1996 dos prácticas grupales que son exclusivamente humanas: la religión y la narración de historias, estrategias que nos permiten ser capaces de imaginar que existe otro mundo. Cuando lo contactó la periodista y escritora Kelsey Mckinney —conductora de Normal Gossip, uno de los podcasts más escuchados en la pospandemia, donde sus invitados explican y analizan cotilleos de gente normal y su relación con el chismorreo—, Dunbar aclaró que “el buen cotilleo es una de las formas en que unimos a las comunidades, así como el mal cotilleo puede ser útil porque permite a la comunidad controlarse a sí misma”.
Una encuesta de 2017 preguntó a 1.000 ciudadanos si consideraba que España era un país cotilla. El 87% dijo que sí, aunque solo dos de cada 10 se quisieron meter en ese saco y aclararon que los comentarios maliciosos solo ocupaban el 5% del tiempo de la conversación. Aquí nadie, ni el más ávido de chismes, desea verse como el mal cotilla.
Babelia
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