Dos directoras cuentan cámara en mano la guerra de Rusia en Ucrania desde los dos lados de la trinchera
La coincidencia en el festival de Venecia de los documentales ‘Russians at War’, que filma siete meses dentro de un batallón del ejército de Putin, y ‘Songs of Slow Burning Earth’, sobre cómo sobreviven los ucranios invadidos, ofrece una visión distinta y comparada del conflicto
Los ataúdes son idénticos. Solo cambia la bandera que ondea al lado. La de Rusia, en una película. La de Ucrania, en la otra. Cuando presentó el programa de la 81ª Mostra del cine de Venecia, en julio, el director artístico, Alberto Barbera, dijo que a veces en un festival “los filmes dialogan entre sí”. Songs of Slow Burning Earth, de Olha Zhurba, grabó durante meses cómo sobreviven y resisten las víctimas en Ucrania del afán imperialista de Vladímir Putin. Russians at War, de Anastasia Trofimova, acompañó hasta el mismísimo frente a las tropas enviadas por el presidente ruso para conquistar Ucrania. Nadie cuestiona que un país invadió y el otro se defiende. Pero el visionado conjunto de las dos obras, que se proyectan estos días en el certamen fuera de concurso, ofrece una perspectiva distinta sobre el conflicto que estalló hace dos años y medio. Las enormes diferencias, pero también los puntos de contacto. Y una mirada prácticamente inédita, desde dentro del ejército ruso.
Los lamentos y lágrimas de madres, padres y viudas también se parecen. En dos idiomas diferentes, pero con idéntico dolor y sentimiento de injusticia. A uno y otro lado de la trinchera, se filman edificios devastados, la búsqueda de cadáveres y pobres diablos con miedo a morir. En ambos documentales, se ven ciudadanos que han ideado soluciones semejantes para evitar que les disparen: los que pintaron “gente” en las paredes exteriores de sus casas, quienes escribieron “niños” sobre el cristal de su coche. Salen incluso entrevistados soldados que, pese a las convicciones y los miles de kilómetros que los separan, aducen la misma motivación bélica: “Si no voy a la guerra yo ahora, tendrán que hacerlo mis hijos”.
Muchos corresponsales narran desde aquel febrero de 2022 el sufrimiento y el aguante de los ucranios. Tanto que algunas imágenes de Songs of Slow Burning Earth resultan tristemente familiares: las aglomeraciones para subir a mujeres y niños a los trenes que huían de Kiev; el asedio y la hambruna en Mariúpol; las alertas antiaéreas, los búnkeres y los bombardeos; tumbas de militares y soldados que vuelven a andar gracias a una prótesis. “Era imposible pensar en una película, porque implicaba un plan de futuro. ¿Estaríamos vivos? ¿Bajo ocupación? Empezamos a filmar la realidad como testigos, sin saber si sería un minuto, una hora o un día”, explica Zhurba.
Casi nadie, en cambio, había logrado mostrar el lado del agresor. Pero la ruso-canadiense Trofimova solo pudo completar la película tras salir de su país: filmó lo que la propaganda no querría que se enseñara. Aunque, a la vez, convierte la masa de monstruos que Europa teme en un grupo de seres humanos. Con todo lo que conlleva: “Vivir con ellos me hizo entender cuánto distan los eslóganes de la realidad, que está hecha de muerte, pérdida e incertidumbre. Lo mismo que contaban Guerra y paz, Sin novedades en el frente y tantas otras novelas”. Los propios militares reconocen ante la cámara que nadie ha filmado de verdad su día a día, ni mucho menos los medios oficiales fieles a Putin. La directora espera que su obra logre circular de alguna manera en Rusia, por lo menos online, aunque admite que todavía no sabe cómo.
“Vine como voluntario tras ver un anuncio en la televisión, seis meses. Este es mi séptimo. Dicen que solo puedes volver a casa con los pies por delante. No habría venido, de saberlo. Tenía planes. No queremos matar, o morir”, confiesa a la cámara Vitaly, cocinero militar ruso, de 37 años. “Nos mandan a morir con los ojos cerrados, como gatitos ciegos”, se lamenta Cedar, de 35, antes de un ataque a las líneas enemigas que supone uno de los momentos más devastadores del documental.
Porque Russians at War ofrece lo que dice su título: una visión real de los militares, con sus ideales, sus dilemas, su desilusión y sus derrumbes. Cuando preparan pasta en una olla gigante, tiemblan en un búnker, se emborrachan, recuperan el cuerpo de un amigo o se quejan de que hace meses que no reciben el salario. Un soldado le pide matrimonio a una compañera y, luego, confiesa lo “asustado” que estaba de que dijera que no. En medio de las bombas. En otros momentos la mujer en cuestión, Anchar, doctora de 21 años, explica que la “puta guerra lo destruye todo” pero jura no abandonar a “los chicos”.
Los hay fanáticos, convencidos de que Ucrania rebosa de nazis o asustados de que el enemigo les pueda matar. También escépticos, empujados por ganas de obtener dinero, mujeres o venganza más que por la fe patriótica, confusos con frases como “necesito saber que tengo razón en combate, pero aquí no lo siento” o “no sé ni por qué peleamos”. Algunos son críticos con el presidente y su propaganda. Otros solo piden paz y tranquilidad para sí mismos y el bando enfrentado, y no saben cómo salir de allí. O se resignan: “Seguiré. No tenemos elección”.
“No sabía qué esperarme. En los medios eran héroes sin cara o criminales de guerra. Mi mayor sorpresa fue constatar que eran personas corrientes. No todos sanguinarios, algunos introspectivos, otros para nada. Y la mayoría preguntándome, ya que venía de la capital, cuándo terminaría la guerra”, apunta Trofimova. Entre otras cosas porque los medios rusos les repiten que están ganando, pero, cuando logran conectarse con emisoras ucranias, comprueban que dicen justo lo contrario. La cineasta ya había filmado la guerra en Irak, Siria o en la República Democrática de Congo. Así que, cuando su país empezó otra, sintió una obligación: “No podía no hacer esta película. Empecé a rascar en todas las historias a mi alrededor”, relata. Hasta que, la Nochevieja de 2022, en el metro de Moscú, dio con Papá Noel.
Bajo ese disfraz, como se ve al comienzo de Russians at War, estaba Ilya, 49 años, listo para ir a la guerra en unos días. Así que la directora le siguió. A su casa, cuando promete volver vivo y su hija pequeña dice: “¡Y no herido!”. Y hasta el frente, donde Trofimova terminó pasando siete meses en compañía de un batallón de sus compatriotas. Relata que los oficiales bufaron, la maldijeron, amenazaron con echarla. Pero, finalmente, dejaron que se quedara. Era consciente de que podría terminar detenida, herida o incluso peor. Lo reflexionó a fondo, asumió el riesgo y, a partir de ahí, dice que ya no volvió a pensarlo.
Krasny Liman, Bakhmut, Kleechevka. Y, en el documental ucranio, Pravdyne, Ivano-Frankivs’k, o una panadería en Mykolaiv. Ambas creadoras viajan por el país, cámara en mano, para recopilar cuantos más lugares y voces posibles. Lejos de los palacios de la política: a pie de calle, donde vive y muere la gente. “Todos esos horrores se vuelven parte de tu cotidianidad y es una locura”, comparte Olha Zhurba. Además de su coraje, las directoras coinciden en otra reflexión: lo que muestran es duro, pero la guerra lo es muchísimo más. Aunque, en ese aspecto, las películas toman decisiones distintas. La ucrania no quiso acercarse al frente, que la rusa llegó a pisar. Y mientras Songs of Slow Burning Earth pone el límite de la dureza en no mostrar cadáveres, Russians at War va bastante más allá.
“Traté de filmar a los fallecidos con todo el respeto posible. Nada de caras o detalles escabrosos, para centrarme más en la interacción de los vivos con los que ya no estaban”, afirma Trofimova. La última parte del documental, sin embargo, contiene una excepción. La directora graba los momentos previos y posteriores a una ofensiva rusa en Kleechevka. “No estoy listo para arriesgar mi vida”, dice un soldado. “¡Nos mandan a una masacre!”, grita otro, presa de un ataque de histeria.
Los que logran regresar, más tarde, recuerdan lo que han visto. Un compañero se disparó porque entendió que no podría salir de ahí. Cedar cuenta cómo se hizo el muerto, tras recibir una astilla en la espalda, y salió despacio y a ras del suelo. Pero, además, el soldado muestra, y el filme reproduce, un vídeo de cómo un dron deja caer una granada sobre un militar herido para rematarlo. Se le ve haciéndose el signo de la cruz antes de que la bomba impacte. “Decidimos incluirlo porque todo eso cambió radicalmente su perspectiva, de bastante antiviolencia a justificar totalmente la guerra”, argumenta la cineasta.
“No es una guerra de Putin. El país tiene planes a largo plazo para cubrir el mundo de conflictos. Se sabe que la profunda militarización a gran escala de los niños en Rusia y los territorios ocupados está en marcha desde 2012″, denuncia su compañera de profesión ucrania. Más en general, los pequeños tienen cierto protagonismo en ambos filmes. Olha Zhurba graba en la escuela estatal de Ternopil, a 900 kilómetros del frente, donde una clase dibuja sus sueños: ser cinturón negro de karate, la victoria ucrania o “tener a papá y mamá de vuelta”. La alarma por un posible ataque rompe el hechizo de normalidad y obliga a chiquillos y maestras a correr al refugio.
La doctora soldado Anchar, después de prometerse con su chico, da otra sorpresa en el documental. Resulta que se ha embarazado en la trinchera.
—¿Qué le dirás sobre la guerra? —, le plantea la directora.
—No quiero decirle nada. El 90% son mentiras. Y no entendería estas cosas. Que gente arriba hace dinero y otros mueren. ¿Cómo se lo explicas a un niño?
Y la cineasta ucrania encierra lo absurdo del conflicto en el diálogo que ha tenido un amigo suyo con su hija: antes de dormirse, la pequeña pregunta si los misiles matan selectiva y gradualmente o a todos juntos al instante. El padre le confirma lo segundo. Entonces, al parecer, se tumba y se duerme más tranquila.
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