Aquel verano de... Manuel Jabois: días felices en Canelas
El periodista y escritor recuerda una semana de este mismo verano en una casa llena de niños, que arrancaba cada día con largos paseos por la playa con una perra
Cuando mi periódico me pidió que escribiese de un verano que recordase, un verano feliz o trascendente, un verano que hubiese significado un gran cambio, me vinieron a la cabeza un puñado de veranos apacibles y felices de la adolescencia y tumultuosos de la juventud, los veranos de experiencias y viajes: todos ellos los descarté por manidos (qué otra cosa es el verano sino la estación del descubrimiento) y porque de lo que me apetecía escribir era de aquellos días que estaba pisando yo a mediados de julio, de este julio, aquel julio, en una playa vacía viendo amanecer. No fue un verano, sino una semana, pero qué sobrevive de un verano sino una semana, unos días quizá: tan importante es vivirlos como saber que se están viviendo y no terminarán almacenados en el lugar de las cosas cuya alegría es diferida, como si las hubiésemos financiado.
Aquel verano dejé olvidado el móvil en varios sitios. Lo olvidé un par de veces dentro del coche, me di cuenta en la playa de que lo había olvidado dentro de casa, lo olvidé una vez en uno de los locales que frecuentábamos; y a finales de julio supe que los días inolvidables de los veranos para el recuerdo solo pueden ser aquellos en los que se produjese un gran olvido: de una decepción, de los meses de trabajo, de un amor, de un teléfono. Fueron días de alquiler: coche alquilado, casa alquilada, y no alquilé una familia porque Fernando León de Aranoa no pudo venir a rodar; yo siempre me he movido mejor en lo perecedero, el usufructo condicionado, aquello que es mío durante un tiempo, pero no para siempre, sin riesgo a cansarse o aburrirse de ello, como la vida. La vida, por ejemplo, me gusta; la vida eterna, sin embargo, la regalaría.
El primer día de aquel verano me despertó el sol antes de salir, una luz encarnada y casi fluorescente que empezó a despuntar por encima de los montes y las casas, pasadas las seis de la mañana. Aguanté con los ojos cerrados unos segundos porque en cuanto los abriese ya sabía lo que me iba a encontrar. Los abrí muy despacio, como cuando finges estar dormido, pero quieres mirar por el visillo del ojo a ver cómo están las cosas en el mundo, y lo único que vi fue un gran hocico negro soltando aire: el de Zelda, la border collie, detector infalible de quien se despereza. Habíamos dormido con las puertas abiertas del balcón, en una casa desde la que se escuchaba el sonido del mar. Tenía tres plantas y varias habitaciones, las suficientes como para que durmieran nueve niños —apelotonados— y seis adultos, también, pero con más orden.
Durante varios días conseguí una rutina precisa y asombrosa, deslumbrante, que hacía funcionar la vida como un reloj: a las siete y media estaba ya en la playa con Zelda y pasaba con ella una hora allí pensando en ella, la perra, y mis asuntos; de qué manera se cruzaban sus asuntos y los míos, nuestros intereses y nuestros afectos; podía pasar horas viendo a ese animal, descifrándolo. Al volver, desayunaba o hacía tiempo hasta que los bares y restaurantes abrieran, y después, a media mañana, me iba al chiringuito de la playa con el ordenador. ¿Escribía allí? No. Pero cuándo escribimos más, ¿cuando no lo hacemos o cuando sí? Si algo se puede rascar de esas horas delante de ordenador en casa, sin escribir y acumulando pestañas con los temas más ridículos, ¿qué no se va a sacar de un chiringuito de playa, lleno de gente y de conversaciones, con el paisaje de la arena y el mar y todo lo que ocurre a cada minuto allí? ¿Escribía alguien en Omaha en junio de 1944? No. Pero mira 80 años después, aún no se ha parado.
De aquel verano recuerdo el ruido de niños corriendo alrededor de la casa, la vista de la playa, mi hijo destapándose como fenomenal fotógrafo y los atardeceres en la terraza con una copa, la luz naranja que llenaba el cielo mientras el sol iba por el oeste mientras escribía esta página en paz conmigo mismo y con el resto del mundo. “Los veranos a veces son esto, seis días”, soltó alguien. “Lo que recordaremos, desde luego”, respondí. ¿Querría alguna vez una familia numerosa? Era tarde ya, ¿pero la querría, la querré, la quise en su momento? Los tiempos verbales deciden vidas. Me fui para la cama aquella noche pensando que, quizá (al menos para gente como yo, chicos de alquileres), las familias numerosas son como los barcos: se disfrutan más cuando las tienen otros.
Babelia
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