Sheryl Crow solo vino a divertirse: la cantante vuelve a España con un concierto impecable pero sin desgarro
La estadounidense propuso una batería de grandes éxitos a su paso por Madrid, con la única excepción de una canción de su nuevo trabajo. Nunca sonó mejor que al reinterpretar sus primeros temas
Una tormenta de verano estuvo a punto de suspender el concierto. Acabó dejando un decorado magnífico, un cielo azul oscuro y desgastado, a la primera actuación de Sheryl Crow en Madrid en muchos años, que tuvo lugar en la noche del martes en las Noches del Botánico. Fueron los colores adecuados para recorrer una trayectoria llena de temas sobre el desamor y la depresión, por mucho que su voz aguda y cristalina insista en engañarnos. “Vamos a regresar al principio”, prometió al comienzo. Y en eso consistió el concierto: nada sonó mejor que sus primeros temas, como Run Baby Run, Leaving Las Vegas o Strong Enough, con los que pareció más conectada que con todo el resto. Los disparó uno tras otro, sin pausas ni cháchara innecesaria, con las virtudes y los defectos propios de cualquier perfeccionista: una ejecución impecable, por una parte; y una exigencia técnica que, a ratos, la acercaba a la frialdad burocrática, por la otra. Fue casi perfecto, salvo porque le faltó desgarro.
Aun así, sus canciones han envejecido como el cuero, con un desgaste natural que no les hace perder sofisticación ni carácter. Igual que su intérprete: vestida de negro estricto, con una camiseta de Bob Marley y melena corta y platino, la cantante de 62 años salió al escenario con toda la épica rockera necesaria, sobre unos acordes de Start Me Up de los Rolling Stones, pero también con esa simpatía de la buena chica del Medio Oeste que nunca dejó de ser, aunque se adivine dureza y soledad bajo su sonrisa indeleble. Sus temas hablan de personajes que se le parecen, de mujeres que se emborrachan de día en bares de Santa Mónica y luego despiertan en camas ajenas con una resaca de caballo, fuertes pero no siempre libres, o libres pero no siempre fuertes. Crow mezcla el comentario social y la introspección pudorosa. Le gustan los recitados rítmicos, las opiniones políticas compatibles con una convención demócrata de los noventa y los subtextos enmarcados en un feminismo soft. Una estética que tenía más sentido hace tres décadas que ahora, aunque el público madrileño, que se acercaba peligrosamente a su misma edad, no se lo tuvo en cuenta.
En realidad, la historia de Crow es un relato propio del siglo pasado, cuando la fama repentina solo podía responder a un golpe de suerte. Sin redes sociales ni otros medios de autopromoción, en una industria tutelada por un sinfín de intermediarios, uno solo podía confiar en su talento y en su destino. Pocos años antes de su debut con Tuesday Night Music Club, del que hace poco se celebró el 30º aniversario, Crow seguía trabajando como profesora de primaria en su Missouri natal. El momento decisivo llegó al grabar un jingle publicitario para McDonald’s. A partir de ahí, todo siguió el curso natural: se mudó a Los Ángeles, trabajó de camarera en un garito —casi una obligación legal—, distribuyó sus demos por todas las discográficas de la ciudad y se presentó a una audición a la que nadie la había invitado para ser corista de Michael Jackson en la gira de Bad, en la recta final de los amorales ochenta.
Contra pronóstico, la contrataron. Durante dos años, compartió escenario con el Rey del Pop cantando a dúo I Just Can’t Stop Loving You por todo el mundo. Los tabloides los emparejaron, aunque ella estuviera más preocupada por los niños que rodeaban al cantante, como relata en el reciente documental Sheryl, donde repasa una trayectoria en la que han abundado las desgracias. Fue acosada sexualmente por el mánager de Jackson, Frank DiLeo, que le había prometido convertirla en una estrella. Presionada por su entorno, no lo denunció. Fue el inicio de varios episodios depresivos que ha reflejado en sus canciones, que son documentos sobre sus peores épocas, pero también antídotos en clave de americana sin excesivas rugosidades. En su música se intuyen sus entrañas, pero casi nunca se ven.
Sus temas hablan de personajes que se le parecen, de mujeres que se emborrachan de día y despiertan en camas ajenas con una resaca de caballo, fuertes pero no siempre libres, o libres pero no siempre fuertes
Tuesday Night Music Club se editó en 1993. Explotó en las radiofórmulas gracias a All I Wanna Do, una canción inoxidable que ella odió durante mucho tiempo, aunque en Madrid nos pareció que había hecho las paces con ella, o tal vez solo fuera la presencia electrizante de un invitado como el joven bluesman Jack Broadbent, su supuesto telonero, que tuvo que cancelar su concierto por el temporal. Con ese primer disco, Crow vendió millones de copias, ganó sus tres primeros Grammy (sobre un total de nueve) y conquistó una fama arrolladora. En realidad, Crow era solo la cabeza visible de un grupo de músicos que se reunían en sesiones de composición los martes por la noche, de los que surgió ese primer disco, uno de los debuts más exitosos de la historia. Su segundo álbum fue una declaración de intenciones: rodeada de hombres que consideraban que tendía a atribuirse demasiados méritos y que no sería nada sin ellos, se desvinculó de ese entorno y decidió producir, escribir e interpretar varios instrumentos en su reválida, que tituló con su propio nombre y que incluyó éxitos como If It Makes You Happy o Everyday is a Winding Road, dos puntos álgidos del concierto madrileño.
El inevitable declive llegó tras un disco descomunal como The Globe Sessions: ahí está la que tal vez sea su mejor canción, My Favorite Mistake, que en Madrid sonó un tanto desangelada y acompañada de espantosas imágenes sintéticas de sábanas de satén en las pantallas laterales. Se acercó después a la ligereza de Soak Up the Sun y Steve McQueen, efímeras bandas sonoras en la América posterior al 11-S, y a una versión de Cat Stevens, The First Cut is The Deepest, su mayor éxito en los últimos 20 años, aclamado por el público en el Botánico, aunque fuera más bonita que penetrante. En 2006, tras su ruptura con el ciclista Lance Armstrong y de un diagnóstico de cáncer de mama, Crow se mudó a Nashville y adoptó a sus hijos Wyatt y Levi. En 2019 firmó Threads, un disco de colaboraciones que aseguró que sería el último. Por supuesto, mentía: a comienzos de este año editó Evolution, producido por Mike Elizondo, un protegido de Dr. Dre y productor de Eminem y 50 Cent. Debía ser el regreso de Crow por la puerta grande, pero ha terminado siendo su mayor fracaso, al no superar la 90ª posición en las listas de éxitos estadounidenses.
A diferencia de otros veteranos con un disco que promocionar, Crow tuvo el detalle de limitarse a tocar solo sus grandes éxitos, con la única excepción de la canción que da título a su nuevo trabajo, un plato recalentado respecto a la fórmula con la que se ganó el éxito. Evolution tiende a un rock genérico que persigue la relevancia al comentar el cambio social —la inteligencia artificial es su nuevo enemigo, aseguró, ante cierta indiferencia, frente al público de Madrid— y hace algún guiño cómico, y a veces embarazoso, a famosos como Timothée Chalamet o Deepak Chopra.
En 2024, Sheryl Crow suma 17 millones de escuchas mensuales en Spotify, muchas menos que los 84 millones de Rihanna y los 60 de Miley Cyrus. Pero tal vez no habría sitio para ellas en la industria sin los méritos de esa generación que las precedió, la de las Alanis y las Merediths. Artistas como Taylor Swift y Olivia Rodrigo, que la invitó a compartir escenario en 2023, han mencionado a la cantante estadounidense como un referente. Y grupos independientes de chicas como Best Coast o Soccer Mommy han versionado sus canciones. Crow tiene la carrera y la presencia propia de los clásicos, aunque todavía no el estatus. Tal vez solo le falte una solemnidad a la que, sobre el escenario de Madrid, pareció alérgica. Después de todo, como reza el estribillo de su canción más conocida, ella solo había venido a divertirse.
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