Madrid aclama a Duki como la gran estrella global de la música urbana en español
El artista argentino llena el estadio Santiago Bernabéu convertido en el rostro de una generación que busca entre la rabia y la evasión la respuesta a la precariedad
En uno de los escasos momentos de respiro de su actuación en el Bernabéu, Duki se sentó a rapear. Solo, sin el acompañamiento de la banda que le acompaña, sin pregrabados y sin autotune. Fue un momento breve, incluso dentro de un directo que funciona a fogonazos, pero no por ello menos significativo. De manera inevitable, recordaba a ese chico del barrio de Almagro de Buenos Aires llamado Mauro Ezequiel Lombardo Quiroga que en 2013 comenzaba a participar en las batallas callejeras de rap como El Quinto Escalón, germen de la actual escena urbana en su país primero y de todos los hispanohablantes después. Ese Lost Tape (2016-2017) que rapeaba le devolvía por unos instantes al momento antes de la fama, antes de que todo hubiese cambiado, aunque fuese una ilusión fugaz. Ante él, 65.000 personas llenaban el estadio Bernabéu aclamando al argentino de 27 años como la estrella global de la música urbana que ya es. Un estatus que le acompaña incluso antes de salir al escenario.
“Este día va a pasar seguro al top cinco de mejores momentos de mi vida”, decía Mateo, un joven con la camiseta de la selección argentina y un mini de kalimotxo en la mano antes de entrar en el estadio. “Compré las entradas hace un año y hace unos días ya estaba nervioso”, añade. A pocos metros de allí, frente al Bernabéu, la cara tatuada de su ídolo anuncia una bebida. Otro comentario de un fan cazado al vuelo: “No sé cuántas veces voy a llorar hoy”. Ese nivel de complicidad con su público, tan visceral como su música, es el que ha alcanzado Duki en poco más de un lustro. Un nivel de identificación que tiene que ver mucho con sus orígenes, de clase trabajadora, y de la música para canalizar el descontento de una generación para la que el no future ya no es un lema sino una maldición. También de una narrativa, la del chico hecho a sí mismo que surge de la nada para llegar a lo más alto, tan tramposa como atractiva. Sin los tatuajes de su cara, reproducidos por muchos de sus seguidores de manera casera y no permanente, podría ser parte de su propio público. Pero él ha llegado allí y tiene la oportunidad de contarlo.
Con puntualidad escrupulosa en un show en el que todo está medido, a la manera de un artista que ya llena estadios en todos los países de habla hispana, Duki salió al escenario con una declaración de intenciones. Tras una introducción con unos visuales que simulaban la caída de una nave espacial en el recinto, con Rockstar el estadio comenzaba literalmente a vibrar y las primeras llamaradas salían despedidas hacia el cielo plomizo y con lluvia hasta poco antes del comienzo. De eso, de fuego, hubo mucho, con la cubierta del Bernabéu abierta, en un inicio frenético, con Tumbando el club, Pininfarina Remix y Pintao enlazadas sin descanso. Solo un desmayo entre el público obligó a aflojar el ritmo. El artista no dudó en parar el directo en seco al ver a uno de sus seguidores pasándolo mal. No fue la única vez: hubo dos más en la que pidió al público que abrieran paso a los servicios médicos para atender a alguien. Efectos colaterales de haberse convertido en un artista de masas.
Más es más
Acompañado de una banda de rock al estilo tradicional, algo fuera de lo común en una escena que se abraza a la pista pregrabada, el directo de Duki lo apuesta todo a la contundencia, desde esa traslación de temas hacia algo no muy lejano a lo que se llamó nu metal a principios de este milenio hasta unos visuales que llevan el mundo imaginario que plantea en su último álbum, Antes de Ameri, a un plano visual propio de un videojuego. Una vocación del más es más que encaja con su papel de estrella y que entronca con la narrativa deportiva. Difícil no caer en los símiles futbolísticos en un estadio repleto de seguidores con la camiseta de la selección argentina (la más repetida) y de otros equipos, de Boca Juniors al local, el Real Madrid. También por ese mito fundacional que comparten el fútbol y los géneros como el rap, el trap o el reggaeton, que nos presentan a un héroe que ha conseguido trascender a la adversidad. En ambos casos, además, están acompañados de una querencia por el exceso. En este caso, en forma de muchas llamas, repartidas por varios lugares del recinto.
Pero el de Duki también fue un concierto de reivindicación, de lo personal a lo colectivo. No en términos de clase, algo que rodea para no verse implicado de forma directa en el barro político, pero sí en clave cercana. Esto es, de reivindicación de familia, amigos y entorno. A lo largo del directo, por el escenario fueron pasando amigos y colaboradores de la escena trap argentina, desde YSY A y Neo Pistea, sus compañeros en el colectivo Modo Diablo en cuatro temas enlazados, a Dano, precursor de la escena y con quien compartió Santo grial. También con su pareja, la cantante argentina Emilia, con quien interpretó un Como si no importara que sería el momento más reproducido en TikTok de la noche, o la también compatriota Nicki Nicole en Ya me fui. Pero quizás la más celebrada, por inesperada, fue la presencia del puertorriqueño Jhayco en Rockstar 2.0, uno de esos momentos en los que el estadio se vino abajo de manera casi literal.
Otro momento de símil futbolístico: encarando la recta final, Duki agradeció a su equipo, familia y fans el momento que estaba viviendo. “Sin ustedes nada de esto que hago tendría sentido”. Podría haber dicho algo parecido si hubiese recibido el Balón de Oro. Ese agradecimiento, en cualquier caso, se sintió sincero, tanto como para incluir una pieza maldita en su repertorio, No me llores, y para reservarse algunas de sus bombas para el final. Bizarrap, es gurú con gorra y gafas de la escena, hacía acto de presencia en la Session Vol. 50, justo antes de Givenchy y She Don’t Give a Fo, dos de los temas que han construido el mito de Duki y, por extensión, del género urbano castellanoparlante.
Un final pensado para la catarsis colectiva que logró su efecto. El que abandonó el escenario ya no era, aunque lo parezca, el chico que rapeaba en las batallas de su ciudad y trabajaba de repartidor. Su rostro ya ha pasado a ser el de un icono de lo que pocos pueden conseguir: salir de una vida marcada por la precariedad para conquistar las alturas. Aunque, como en casi todas las historias de éxito, la suya sea la excepción.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.