Marina Herlop, música: “Cuando compongo, siento que cumplo órdenes”
La cantante barcelonesa, estrella ascendente de la escena experimental internacional, prepara su quinto álbum y ofrece un concierto en La Térmica de Málaga
Una vocación podría definirse como un espejo de doble faz. Por un lado, te ves a ti misma tal como te imaginabas, libre para recorrer tu camino. Por el otro, percibes que, a cada paso que das, esa senda se estrecha y se estrecha hasta convertirse en tu única alternativa. ¿Habrá más allá otras bifurcaciones, mejores destinos? Algo así siente Marina Herlop (Piera, Barcelona, 32 años) de la llamada que recibió de la música. No sabe muy bien de dónde le llegó la interpelación, pero sí que se ve irremediablemente impelida a seguir su mandato.
Mientras compone el que será su quinto álbum, la catalana, nacida hace 32 años como Marina Hernández López, regresa de escalar montañas como la Bienal de Venecia, donde puso música a la instalación de Carlos Casas Bestiari, y una nominación a los Goya por la canción Chinas, parte de la película del mismo nombre. Ahora, se prepara para dar un concierto en La Térmica de Málaga este sábado 1 de junio, donde será cabeza de cartel, junto al japonés Ryoichi Kurokawa, de la primera edición del festival de experimentación sonovisual Foolk.
El recital, donde Herlop presentará su último trabajo editado, Nekkuja (2023), será uno de los pocos que ofrezca hasta salir de su encierro creativo una vez alumbrado su nuevo proyecto. “No sé qué va a pasar, pero intuyo que va a ser un disco menos pop”, explica, locuaz y poética, al otro lado de la pantalla desde su casa-estudio en Barcelona. “No sé si va a ser grato o ingrato a la escucha, pero yo siento que voy a cumplir órdenes, no sé de quién, al final mías, ¿no? Pero es como que no me toca a mí decidir cómo va a ser el siguiente disco, es como que ya está escrito. Yo tengo que descubrir qué es lo que tengo que hacer y hacerlo, y luego si a la crítica le gusta o no... it’s not my business”, explica entre risas.
Esa temible crítica, tanto la nacional como la extranjera, sin duda aprobó sus anteriores propuestas, experimentos luminosos e indefinibles a caballo entre el clasicismo y el art pop. Los dos últimos álbumes, Nekkuja y Pripyat (2022), recibieron los elogios de medios especializados como Pitchfork y de estrellas como Björk, con quien se la ha comparado, y han sonado en escenarios internacionales desde el Sónar al Barbican de Londres. Pripyat marcó su zambullida definitiva en la electrónica tras otros dos álbumes, Babasha (2019) y Nanook (2016), más concentrados en los instrumentos originales de Herlop: el piano y una voz cargada de armonías envolventes e impredecibles que entona como insuflada del don de lenguas, expresándose en un idioma tan fonéticamente hermoso como ininteligible (que combina, en ocasiones, con otros reconocibles como el catalán y el inglés).
Con el uso extensivo del ordenador, Herlop añadió prodigiosos efectos y texturas a sus canciones, así como una capa de complejidad que eclosionó en Nekkuja, un álbum tan desconcertantemente hipnótico como adictivo. Fue con esa transformación cuando su carrera dio un salto adelante. “Era una época en que me acercaba a los 30 y había hecho Pripyat, pero me costó muchísimo sacarlo”, confiesa Herlop. “Estaba tan desanimada que estuve a punto de dejarlo todo”.
Con ese todo no se refiere a dejar de componer —eso nunca, asegura— sino a la búsqueda de un espacio propio en la industria. “Mi objetivo final era poderme dedicar a la música y vivir de ello. Esto ha ocurrido y ahora estoy asimilándolo y viendo cuál será mi próxima ambición, si es que hay alguna ambición que supere a esta”, barrunta. “Me refiero en el plano externo, en el plano laboral. En el plano interno siempre hay mucha ambición, a nivel intelectual, creativo, de nutrirse, ¿no? De aprender cosas. Eso es infinito”.
Esa ética del estudio y la práctica, en cierto modo monacal, trascendente, es también la que aplica a su proceso de trabajo. “Todo esto que va sucediendo me demanda un tiempo y una energía que me gustaría estar dedicando otra vez a cultivarme”, reflexiona. “A seguir aprendiendo, porque al final, la piedra angular de mi proyecto es el estudio. Porque si no, las aguas se corrompen. Es como que el agua tiene que circular, y tú tienes que seguir aprendiendo, estudiando, afinando un poco tus conocimientos”.
Surgida de una atracción “visceral” e inexplicable” por la música, la formación de Herlop comenzó a sus nueve años. “Entonces les pedí a mis padres que me apuntaran a la escuela de música de mi pueblo y de pequeña tocaba un poco el piano, pero como extraescolar”, relata. Tras un parón en la adolescencia, volvió al conservatorio en su etapa universitaria. “Cuando tenía 19 años, estuve en un grupo en el que cantaba. Ahí yo vi que quería tocar más y quería dar conciertos, y entonces pensé: ‘Bueno, pues tendré que hacer mi música si es que quiero tocar’, y empecé a hacer mis canciones de forma muy natural e informal. El primer disco se grabó en casa de un amigo que me ayudó, y lo hicimos en su habitación, o sea, muy DIY [hazlo tú mismo]”.
No deja de llamar la atención que, en la carrera, Herlop estudiara periodismo y humanidades, dos materias vinculadas a la pulsión de contar historias, y que en sus canciones recurra a la glosolalia, ese lenguaje incomprensible que remite al don de lenguas, al misticismo de los tocados por un milagro, y que suena a la vez a algo poderosamente atávico y palpitantemente moderno. “Independientemente de su lenguaje, de la historia narrativa que te pueda contar la letra de una canción, subyace otra historia, que es su estructura”, responde. “Yo creo, y cada vez más, que la estructura de una canción o de una pieza es la historia que te cuenta, y es determinante; es lo más importante. Es como la estructura de un edificio: tú luego eso lo puedes vestir como sea, pero tienes que pensar muy bien qué estructura quieres”.
Si entre sus referencias previas podrían citarse desde la música carnática del sur de la India a la clásica y las vanguardias del siglo XX, de sus actuales escuchas la artista cita una selección extraordinariamente singular que abarca de “los cantos de Georgia y la música de Gamelán [una música tradicional indonesia]” hasta “el drum and bass, las flautas y las organizaciones vocales”. “La música que más me ha gustado a lo largo de mi vida me sigue gustando”, reconoce Herlop, “pero hay algo imperioso que me hace ir cambiando y seguir una especie de migas de Hansel y Gretel, un camino que explorar”.
En esa investigación, la última aspiración quizá sea despojar su música de todo lo superfluo, como por ejemplo el aspecto visual que la acompaña: los vídeos, las carátulas de los discos y hasta la ropa que lleva sobre el escenario, que generan un “universo” de gustos ajeno al sonido. “Al final, lo que quiero es hacer música, y toda la energía que dedico a lo demás no la estoy dedicando a la música”, explica. “Creo que es de los pocos refugios que nos quedan ante esta casi dictadura de lo visual, aunque no me gusta decir esa palabra, pero es como que el ojo va conquistando todo el terreno, y lo bonito de la música es que es algo que acaece en el oído, es algo que va aparte y a mí me gusta reclamarlo, porque creo que es parte de la magia”.
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