Un Robe en estado de gracia apasiona a 30.000 personas en Madrid
Un sonido impecable, una gran banda y un repertorio que mezcla belleza con bravura: tres horas para disfrutar con el mejor concierto de rock español de la temporada
En una mano, Robe lleva la guitarra, que se ha descolgado de su cuello. Alza el instrumento, como si fuese un apache con su fusil después de la batalla, porque prefiere “ser un indio que un importante abogado”, como dice la canción que está sonando. Con la otra mano saluda a los 30.000 espectadores. A veces, se choca el puño en el pecho por la parte del corazón, en una muestra de gratitud. Recorre el escenario de un extremo al otro, con una sonrisa relajada y un semblante de gran tímido. Detrás, los seis músicos de su grupo cabalgan sobre la parte final instrumental de Ama, ama, ama y ensancha el alma. Es la una de la madrugada, un ligero viento refresca una noche cálida en Madrid y Robe acaba de terminar uno de los conciertos de su vida.
Si existe un grupo tatuado a fuego en la piel del aficionado ese es Extremoduro. Por sus himnos, por el carisma de su líder, por el respeto ganado. Por eso algunos entraron anoche al repleto (todo vendido) Auditorio Miguel Ríos de Rivas, exponiendo cuentas pendientes: “Robe, nos debes la gira de despedida de Extremoduro”. Bien, pues hasta esos quedaron ayer subyugados por el espectáculo que ofreció el extremeño, que consiguió convencer hasta a los más nostálgicos de Extremoduro de que Robe ya ha pasado esa página gloriosa del rock español, que ahora su proyecto es otro, que su cuarto disco en solitario, el que presenta en esta gira e interpretó nueve de los 10 temas, Se nos lleva el aire, contiene algunas de las mejores canciones de su carrera, y que su banda actual suena escandalosamente bien.
Huelen los conciertos de Robe a porro, saben a cerveza y anuncian la llegada del verano. Inmortalizan ese momento de euforia y felicidad que se mantendrá durante largo tiempo en el lado festivo de la memoria. Pocos ambientes de concierto tan disfrutones como el de anoche, con una temperatura ideal y con la perspectiva de que al día siguiente no se tenía que trabajar. Fueron tres horas de recital con un sonido perfecto, con todos los instrumentos distinguiéndose. Parece algo obvio, pero se consigue en pocos espectáculos de rock: se escucha el violín, también el saxo; qué solo de guitarra tan nítido, y las teclas del piano se abren paso sin conflictos con los otros instrumentos. Y la voz de Robe, probablemente en el mejor momento de su carrera, limando su aspereza en las piezas serenas y sacando la metralla cuando la cosa se pone bestia.
Ocurre en los conciertos de Robe que se produce casi una escenificación en el público de lo que se escucha en el escenario. Si en Puntos suspensivos dice “de abrazos, de puro abrazo. / Fundidos en un abrazo, morir y en tus brazos volver a empezar”, en la grada se vio a gente estrujarse, amigos confraternizando, parejas besándose, el hijo veinteañero pasándole el brazo por el hombro al padre. Si en El poder del arte canta “voy alzando la mirada, y casi no se ve nada, nada que importe”, entre el público le hacen caso y viven el momento como si mañana nos quedáramos sin mundo. Y si en Salir exhorta a “beber”, pues qué quieren que les diga: allí corrían los minis sin parar de mano en boca.
El extremeño diseñó la primera parte con el repertorio menos virulento de la velada, como Destrozares (qué riesgo y qué belleza para comenzar: “Perdí la dignidad y el sentido del honor”), Adiós, cielo azul, llegó la tormenta o La canción más triste, que sonó justo cuando el atardecer se marchaba y el cielo se tamizó de color anaranjado mientras Robe cantaba: “He llorado tanto y he llorado tan adentro”. Fue un momento de nudo en la garganta. Interpretó tres piezas de Extremoduro en esta primera fase (Cuarto movimiento: La realidad, Standby y la bella Si te vas), porque a pesar de vivir el presente, en un concierto tan largo hay espacio para hacer relecturas de lo que uno fue. Y cerró con dos soberbios temas de su último disco, El hombre pájaro y El poder del arte. Tiene ya Robe a su público educado para saborear estas canciones nuevas casi podríamos decir elegantes, donde en alguna fase instrumental su fantástica banda bordea el jazz-rock sinfónico. La gente también las canta, pero desde una postura sosegada, degustándolas.
Para despedir esta primera parte, Robe volvió a ser Robe y soltó una de esas frases gamberras que le caracterizaron en los primeros años: “Vamos a hacer una paradita para mear, beber o hacer lo que queráis, que estamos en un país libre. Eso sí, que no os vean”. Tras media hora de descanso, ofrecieron 90 minutos de música, esta vez sí, dura, sin tregua. Mezcló temas de su último disco (Haz que tiemble el suelo o Viajando por el interior), dos antológicas piezas de su anterior trabajo en solitario, Mayéutica (Segundo movimiento: Mierda de filosofía y Cuarto movimiento: Yo no soy el dueño de mis emociones) y temas de Extremoduro como Cabezabajo o Salir. Y cerró con el apoteosis de Ama, ama, ama y ensancha el alma. Mañana, todos afónicos y con la sensación de haber asistido al mejor concierto de rock español que se puede ver hoy.
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